BUCÓLICOS ANÓNIMOS
El arte del sombrero
Joan Barril
Ha dirigido el semanario 'El Món' y ha ejercido de columnista en diarios como 'El País' y 'La Vanguardia'. Actualmente presenta 'El Cafè de la República en Catalunya Ràdio'. En televisión dirigió el programa 'L'illa del tresor' junto a Joan Ollé en el Canal 33.
JOAN BARRIL
Hay unos días al año en que el sombrero llama desde dentro del armario y hay que atenderle. Uno de esos días es el día de lluvia. En Catalunya tenemos un excesivo sentido del ridículo por todo aquello que supere la normalidad. Y la normalidad es ir sin sombrero. Cuentan los historiadores que al final de la guerra civil se publicaron en la prensa del régimen -es decir, toda- unos curiosos anuncios las sombrererías bajo el esloganLos rojos no llevaban sombrero. Mala afirmación aquella, porque con el tiempo el sombrero desapareció de las cabezas catalanas como prueba evidente de que habíamos regresado al rojerío.
Y sin embargo no hay nada mejor para resguardarse de la lluvia pertinaz como un sombrero, con alas o sin ellas. Todo sería más fácil si en Catalunya dispusiéramos de un tocado nacional que sirviera para todo tipo de tiempo. Así los vascos y sus enormes boinas, o las gorritas francesas o el Stetson habitual de los ciudadanos del oeste de Estados Unidos, o el sombrero de fieltro verde con pluma a un lado que lucen los bávaros en las fiestas de guardar. Cubrirse la cabeza de las gotas casi corrosivas de la lluvia ha sido una constante en la historia de la indumentaria. Pero en Catalunya nos quedamos simplemente con esa suerte de media capilar llamada barretina, cuyos méritos no son precisamente los de evitar el agua ni refrescar el cráneo. La barretina ha desaparecido porque sencillamente no servía para nada.
Hay pocas sombrererías en Barcelona. Una de las más veteranas es la sombrerería Obach, en la calle del Call número 2. Ahí compré un magnífico Panamá, ese sombrero blanco de paja que se fabrica preferentemente en Ecuador y que debe su nombre a los trabajadores del canal y al presidenteTheodore Rooseveltque, de visita a las obras, no dudó en calzarse un magnífico Panamá Montecristi. Existen, pues, sombreros de temporada, porque los panamás son para el verano. Pero no hay un sombrero estándar para la lluvia otoñal de Barcelona. Hay gente que va disfrazada con algún remedo del sombrero de Indiana Jones. Pero se necesita un cierto arte para llevar sombrero. Arte y colgadores, porque en los cafés ya casi han desaparecido las perchas en las que se colgaba el sombrero y, una vez sentados, no sabemos qué hacer con él.
Ayer fue un día para la conversión de los neófitos sombreristas. Sobre todo los calvos, que saben que una cabeza húmeda lleva inevitablemente al resfriado. El sombrero tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Entre las ventajas está el gesto de intentar saludar a las señoras con un imperceptible ademán de intentar sacarse la prenda de la cabeza. Ese gesto se ha de hacer con discreción, no con el sombrerazo de los tres mosqueteros. El inconveniente es el viento, sin duda el gran enemigo de todos los tocados. El viento destroza los paraguas, levanta las faldas y se lleva los sombreros hasta el asfalto o, peor aún, hacia el mar.
Y sin embargo las sombrererías son pequeños templos de una prenda que se intuye eterna, cuando en realidad el sombrero debería cambiarse cada año. Nunca sabremos los secretos que anidan bajo el fieltro de un buen sombrero urbano. En realidad no se trata de una manera de cubrirnos la cabeza sino de un instrumento para mantener en suave ebullición el pensamiento de los paseantes.
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