EL LIBRO DE LA SEMANA

Stephen Dixon: el prisma infinito

Es imposible salir indemne de la lectura de 'Interestatal'

Accidente de tráfico en Santa Mónica, California.

Accidente de tráfico en Santa Mónica, California. / REUTERS / JIM RUYMEN

SERGI SÁNCHEZ

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Raymond Queneau se le ocurrieron sus famosos 'Ejercicios de estilo' mientras escuchaba 'El arte de la fuga' de Bach. Un tema y sus variaciones, en ese caso un incidente durante un viaje en autobús, se desplegaban en 99 textos que eran, en sí mismos, un manual de instrucciones de uso de las múltiples posibilidades de la literatura como juego caleidoscópico para recrear la realidad, un tornado de ángulos de visión, un prisma infinito. Es, en cierto modo, lo que hace Stephen Dixon en esta extraordinaria 'Interestatal' (finalista al National Book Award en 1995): seguir esa máxima ‘oulipiana’, que Italo Calvino llevó a sublimes extremos metalingüísticos en 'Si una noche de invierno un viajero…', de convertirse en rata que construye su propio laberinto. Entonces la rata es el escritor, pero también el lector: ambos están obligados a pasar una y otra vez por el mismo sitio para encontrar la salida. Si es que la hay.

{"zeta-legacy-despiece-vertical":{"title":"'Interestatal'","text":"Stephen Dixon Traducci\u00f3n de Ariel Dilon Eterna Cadencia 478 p\u00e1ginas 24 euros"}}'Interestatal' está organizada alrededor de un solo hecho traumático: conduciendo con sus dos hijas en el asiento trasero, Nathan Frey se encuentra con un par de psicópatas en la carretera que provocan una catástrofe que marcará su vida para siempre. En ocho ocasiones, los ocho capítulos del libro, esa escena primigenia vuelve a atacarnos. La primera vez que lo hace tiene casi un sentido anticlimático: es tal el bofetón que se propina al lector que la muerte parece contagiarnos, el trabajo de duelo nos confunde, el desolador destino del protagonista se cruza con el nuestro, y uno piensa que el interés del relato está condenado a entrar en declive.

El primer capítulo es una obra maestra de la novela breve: en ella se condensa la existencia de un hombre que se transforma en cenizas el día en que un disparo se equivoca. Dixon integra todos los diálogos en el torrente de su prosa, como si las palabras de todos los personajes no pudieran escaparse de la espiral obsesiva de quien las piensa y las vuelve a pensar para regurgitarlas de mil maneras distintas. 'Interestatal' es, claro, un laberinto oulipiano, una autopista circular en la que los grandes temas de la novela yanqui -las relaciones entre padres e hijos, los efectos devastadores de la violencia, la culpa y la responsabilidad moral, reflejada en el fracaso del sueño americano- chocan de frente a velocidad de crucero.

¿Cómo enfrentarse, pues, con la repetición de la jugada, con esa cámara lenta literaria que nos enseña el miedo del portero ante el penalti desde todos los rincones, especialmente los más dolorosos? El antes y el después, el reverso y el anverso de la venganza, de la neurosis, de la pérdida, del horror ninguneado en los otros, del amor tirado por la borda, del abandono. Es imposible salir indemne de la experiencia de 'Interestatal' porque esa repetición, más allá de una maniobra retórica o una estrategia narrativa, nos hace cambiar como lectores del mismo modo que hace mutar al relato. La verdad desnuda de un hecho insoslayable se convierte, a fuerza de invocarla, en una de las muchas versiones posibles de esa realidad. Y el tránsito del desgarro inicial a ese (falso) final feliz es aún más terrible, como si toda la novela fuera un mantra que repetimos una y otra vez para ahuyentar a esos fantasmas que, seguro, permanecerán en la habitación cuando abramos los ojos.