Un crimen de cine

Juan Marsé salda saludablemente algunas deudas que el cine tenía pendientes con él

El escritor Juan Marsé

El escritor Juan Marsé / periodico

DOMINGO RÓDENAS DE MOYA

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Esa puta tan distinguida a la que Juan Marsé dedica su última novela es un fantasma familiar en su ciudad imaginaria. Se llamó de verdad Carmen Broto, fue asesinada en enero de 1949 y quien haya leído 'Si te dicen que caí' recordará el caso y las circunstancias turbias del crimen tal como la ficcionalizó allí el escritor. En esta ocasión se llama Carolina Brul y murió en la cabina de proyección del cine Delicias estrangulada con una cinta de celuloide, quizá porque el cine -el mal cine- puede arruinar los mitos forjados a medias por la memoria y la imaginación. Pero Marsé no regresa sin más ni más a ese episodio truculento que ha evocado otras veces, sino que se vale de él, cargado de valor simbólico, para abordar su insatisfactoria relación con el cine como guionista y, sobre todo, como autor damnificado por adaptaciones torpes o falaces. Es por eso por lo que no sitúa la historia en la posguerra sino en 1982 y se coloca a sí mismo, o un trasunto suyo, en el centro de gravedad del relato. Para mayor claridad, la novela se abre con una entrevista a ese álter ego donde es fácil reconocer los datos biográficos y las opiniones (rotundas) del autor. Tanto él como su narrador pueden sostener que su autobiografía más veraz está en la parte inventada de sus ficciones.

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Ese novelista que no es Marsé ni deja de serlo recuerda, desde un vago presente, que en 1982 aceptó escribir un guion sobre el famoso crimen. El director de la película, Héctor Roldán, vieja gloria del cine antifranquista de los cincuenta (tras el que se adivina a Juan Antonio Bardem), quiere convertir el suceso en una retrato crítico de la miseria moral de la dictadura y, aunque semejante proyecto se le antoja anacrónico al escritor, se aviene a colaborar. Para ello va a contar con el testimonio del propio asesino, Fermín Sicart, ya en libertad tras cumplir una larga condena, quien recuerda cómo quitó la vida a Carol en la cabina de proyección donde trabajaba pero no qué razones tuvo para hacerlo. El novelista oscila, inseguro, entre la llamarada de la imaginación, su territorio de confort, y el imperativo de la fidelidad a los hechos, pero ese vaivén entre ficción y testimonio le tiene incómodo y enojado hasta que una imagen mental de la prostituta y un par de palabras obran el milagro y cobra vida el germen del relato. Las conversaciones que el guionista mantiene con Sicart orbitan alrededor de la amnesia selectiva de este, pero van acercándose en círculos al centro de esa remota nebulosa: por qué mató a la mujer que amaba, si bien la resolución del misterio es aquí accesoria.

Marsé alterna esas entrevistas, que reconstruyen la trama de anarquistas e informantes de la policía en la que estaba enredada Carol, con las escenas del guion que su escritor va pergeñando y en el que debe introducir el relleno de algunas figuras secundarias. A través de una de estas, la prostituta ciega Encarnita, se pone de relieve el mecanismo interno de degradación que funciona en la industria del cine y cómo los buenos propósitos tienen todas las de perder cuando entran en la trituradora del negocio en su dimensión más mercantil.

Así, tanto la memoria personal atrapada en un halo mítico como la dudosa contingencia de rescatar el núcleo de la verdad perdida (el porqué del crimen) acaban fuera del guion, fuera de la pantalla grande, como materias intangibles y sin embargo necesarias que solo sobreviven en la escritura del novelista. De Marsé, por supuesto, que ha querido saldar saludablemente algunas deudas.