tú y yo somos tres
Ermessenda, fogosa y heterodoxa
Ferran Monegal
Crítico de televisión
Ferran Monegal
FERRAN MONEGAL
Quizás se les ha ido un poco la mano, sí, y les ha salido una comtessa de Barcelona, de Osona y de Girona como una heroína de un culebrón (Ermessenda, TV-3). O sea, una intriga de poder, pasión y sexo más que un acercamiento a la historia real que se agitaba por aquí en el año 1.000, aproximadamente. En el primer capítulo de esta teleserie de dos entregas, por ejemplo, ya nos han pormenorizado, con gran delectación, tres gloriosos polvos muy hermosos. A saber. Uno: el del joven Guislabert, hijo de la noble Riquilda, revolcado en el pajar con una criada, ambos en pelotas. Dos: el mismo Guislabert, pero esta vez con la tremenda Ermessenda, en los propios aposentos de la condesa, que llega recalentada después de hablar con Dios (un pantocrator sobre retablo, muy piadoso) y agarra furiosamente al pollo, le arranca la ropa -la suya también- salta sobre él con encabritante arte ecuestre y lo cabalga, a pelo, con un furor prodigioso. Tres: un meneo sobre cama, ambos también en bolas, entre Estefania -hija de Ermessenda- y un bárbaro mercenario normando llamado Roger de Tosky. Aunque el normando es un salvaje, dejemos constancia de que, al menos en materia de ars amandi, ha demostrado poseer una educación excelente. Esta delectación, y recreación, sobre el tema sexo, salpicado de intrigas construidas en torno a la pasión del mando y del poder, más la particular y sorprendente relación de la condesa con el retablo del Pantocrator-Dios, perfilan una Ermessenda históricamente heterodoxa, diría que hasta pintoresca, pero muy atractiva para la audiencia. Laia Marull, en este sentido, hace un trabajo excelente.
De modo que el creador de esta teleserie, Lluís M. Güell, ha construido aquí un ejercicio sensiblemente distinto del que construyó sobre El comte Arnau, en 1994. Consciente de que la tele, en estos 16 años, ha derrapado enormemente, y nosotros, la audiencia, hemos seguido, y nos hemos adecuado, a su trayectoria, Güell no ha pretendido televisar una lección de historia. Lo que ha dibujado es una libre interpretación, con notables dosis de ingenio y de poder de seducción. No se rasguen las vestiduras los puristas de la Historia: el período abordado está más lleno de sombras que de luces en los textos ortodoxos. O sea, que esta recreación cumple con creces lo que pretende ser: un atractivo, y muy bien realizado espectáculo, con el noble fin de entretenernos.
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