GENTE CORRIENTE

Laura Robledo: «Se arremangó y enseñó un número tatuado: A9294»

La vida de esta estudiante catalana cambió a partir del día en que decidió visitar los campos nazis.

GEMMA TRAMULLAS

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Semioculto entre el ramaje de los plataneros de la Gran Via de Barcelona, el monumento a las víctimas civiles de los bombardeos fascistas y de todas las guerras no es cosa fácil de encontrar. Tras preguntar a un policía, Laura logra llegar al lugar elegido para hacer la entrevista, frente al teatro Coliseum. Esta alumna del instituto Numància de Santa Coloma de Gramanet forma parte del grupo de 14 estudiantes de bachillerato que en abril pasado viajaron a los campos de concentración nazis en Alemania, una iniciativa municipal que pretende que las tupidas ramas de la historia no oculten a los jóvenes los horrores del siglo XX.

–¿En su casa se habla de historia?

–Siempre se ha hablado mucho del franquismo. Mi abuelo contaba que los militares fueron a detener a su padre y como no lo encontraron se lo llevaron a él por error, porque los dos se llamaban Manuel Calvo. «Ya está otra vez el abuelo con sus batallitas», pensaba yo. Ahora que no está, me encantaría que siguiera contándome cosas.

–Tenía una clase de historia viva en casa.

–Y la sigo teniendo con mis padres, por eso me interesaba ir a Alemania. Entre Hitler y Franco no hay tanta diferencia.

–¿Qué le impresionó más del viaje?

–En el campo de Mittelbau-Dora conocimos a un superviviente de Buchenwald y Auschwitz. El hombre estaba llorando y eso nos impactó. Le pedimos, en inglés, si nos podía contar su historia y aceptó. 

–¿Qué les contó?

–Dijo que los nazis entraron en su casa, tiraron a su abuelo por la ventana y se lo llevaron a él, a su hermana, a sus padres y a su tía. Los mataron a todos; solo él sobrevivió. Luego se arremangó y nos enseñó un número tatuado en su antebrazo.

–¡Su número de prisionero! ¿Lo recuerda?

–A9294. ¿Cómo iba a olvidarlo?

–Debió ser una impresión brutal.

–Sí... Él cada vez lloraba más y nosotros también. Entonces, no sé por qué, lo abracé.

–Se acordaría de su abuelo.

–Muchísimo. El hombre se fue sin que le hubiéramos preguntado el nombre, pero al día siguiente lo volvimos a ver en Buchenwald. Era 13 de abril y conmemoraban la liberación del campo. Había muchos hombres mayores, algunos vestidos con el pijama a rayas que llevaban en 1945. Y allí estaba él. Fui a preguntarle cómo se llamaba. ¡Necesitaba saber su nombre! «Me llamo Abraham, como el padre de los judíos –me dijo–. Solo por eso me metieron aquí». Y otra vez a llorar todos.

–Entre esto y una aburrida clase de historia en el instituto no hay color.

–Cuando te explican la historia en la escuela ya no es que sea aburrida, sino que a ti ni te va ni te viene. Puede que haya afectado a tu familia, como en mi caso, pero a ti no. No hay ni punto de comparación entre que te lo cuenten y vivirlo. Es espectacular, increíble. Lo volvería a hacer mil veces.

–¿Cómo la ha transformado este viaje?

–De alguna forma nos ha cambiado a todos. Yo siempre he querido estudiar Derecho, porque las leyes me gustan, pero ahora tengo más presentes los derechos de las personas. Me impresionó saber que toda aquella gente que merecía unos derechos no los tuvo y en el siglo XXI mucha gente sigue sin tenerlos. Por ejemplo, mi trabajo de investigación es sobre la ley del aborto. ¿Qué hubiera pasado si la ley Gallardón hubiera seguido adelante?

–¿Cuál es su hipótesis?

–Habría aumentado el riesgo para la vida de las mujeres, que habrían ido a abortar a otro sitio o lo hubieran hecho clandestinamente, como hace 30 años. Pero las mujeres salieron juntas a decir: «Ni hablar. Yo, como todas las mujeres, tengo mi derecho a decidir». Y lograron tumbar la ley.