OTRO ROSTRO DE LA VIOLENCIA DOMÉSTICA

Las agresiones de hijos a padres casi se quintuplican en siete años

Un grupo de adolescentes reciben terapia en el Centre Terapeutic i Educatiu Julià Romea, en Barcelona.

Un grupo de adolescentes reciben terapia en el Centre Terapeutic i Educatiu Julià Romea, en Barcelona.

ELENA PARREÑO / BARCELONA

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Padres que denuncian a sus hijos o que buscan ayuda experta contra las agresiones de que son víctimas a manos de sus vástagos. Son los testimonios de una tipología de violencia en el hogar más habitual de lo imaginado. Sucede cuando las relaciones de autoridad, afecto y responsabilidad han sido gravemente cuestionadas. En los casos más graves, se puede llegar a decretar una orden de alejamiento del menor agresor, pero antes de llegar a tal extremo las familias buscan apoyo experto. «A los padres y madres les cuesta mucho pedir ayuda; sienten vergüenza, miedo, humillación, pérdida», apunta Jordi Royo, psicólogo clínico de la entidad terapéutica Amalgama-7.

Las cifras muestran un crecimiento exponencial del problema. Si en el 2006 la Fiscalía General del Estado contabilizó 2.000 denuncias por casos de violencia filioparental, en el 2012 fueron cerca de 5.000 y en el 2013 se calculan en torno a 9.000. «Según datos europeos, sabemos que solo el 10% de los padres denuncian», dice Royo. El especialista participará en octubre, en Barcelona, en la presentación de la Sociedad Española para el Estudio de la Violencia Filioparental.

Es habitual relacionar la conducta de un adolescente violento con la rebeldía de la edad, pero antes de llegar a la agresión física el menor ya ha ejercido sobre uno o ambos progenitores una violencia psicológica que va de la desobediencia a la rotura de objetos, pasando por las descalificaciones, los insultos y las amenazas. Según Royo, «muchos progenitores son víctimas de esta violencia pero no lo saben».

IMPOTENCIA Y FRUSTRACIÓN

José Molero es terapeuta de la asociación Ventijol y lleva a cabo terapias familiares en sesiones conjuntas y por separado. Los padres que acuden a buscar ayuda suelen hacerlo como último recurso. «Vienen con una sensación de impotencia y frustración muy grande porque el problema se les ha ido de las manos, generalmente cuando acuden ya no hay límites y es el adolescente el que marca las pautas dentro de la dinámica familiar».

Esta cuestión la aborda Royo en el libro 'Los rebeldes del bienestar', donde habla sobre el síndrome del emperador. «Hemos montado una sociedad que deja muy claro cuáles son los derechos de los adolescentes, pero no sus deberes», dice Royo. El psicólogo critica el fenómeno socioeducativo «más basado en el premio que en la rectificación; las palabras orden, normativa o disciplina parece que dan miedo», dice.

Contrariamente a lo que se pueda creer, el fenómeno de la violencia filioparental no entiende de estratos sociales o económicos. Todo tipo de familias pueden sufrirla, incluso aquellos progenitores o tutores que han hecho las cosas bien. «Generalmente es muy difícil llevar una educación excepcional, pero aún así podría darse el caso de que en una familia modelo pudiésemos encontrar un adolescente violento», dice Molero. Según este terapeuta, los condicionantes no siempre están en el hogar. «No solo influye la familia, están los amigos, el colegio, las redes sociales y un sinfín de variables, por supuesto que si encontrásemos una familia modelo, el adolescente tendría mejores herramientas para poder manejar sus conflictos», concluye.

LAS CAUSAS

El auge de un modelo socioeducativo regido por la permisividad a ultranza constituye, según los especialistas, una de las causas sociológicas del aumento de la violencia de hijos a padres, pero también hay factores biológicos y familiares. Los primeros se basan en la predisposición genética al conflicto, que puede heredarse, pero para Royo ese principio determinista no es definitivo: «La biología es el origen del ser humano, pero no su destino».

Las causas familiares son más y variadas, y también están basadas en la ausencia de normas, de horarios o de deberes. «Estos chicos cuando miran a sus padres y madres a los 15 años, lo hacen desde una posición horizontal y no vertical, sienten que tienen mucho poder y es cierto, lo tienen», dice Royo. Las familias más sobreprotectoras también son más propensas a generar el síndrome del emperador, y los adolescentes «terminan teniendo a sus padres como sirvientes». Finalmente, Royo menciona el papel de las familias «delegativas», que «delegan la educación de sus hijos a todo el mundo y consideran que no deben rectificarles en nada, es más, quieren ser sus amigos más que sus padres».

La terapia para reconducir la situación consiste en restituir los límites. Según Molero, «un adolescente necesita saber que tiene unos limites claros y cuando los tiene, sabe manejar mejor su rabia y frustración». Para Royo, cuando se detecta el problema, es vital que los padres lo cuenten y busquen ayuda. «Los padres no son culpables de la violencia que sus hijos ejercen hacia ellos, pero sí son responsables si no la reconducen», dice. Muchas víctimas callan, pero «cualquier agresor, si tiene el amparo del silencio, es más fuerte; los padres no deben callar», apunta Royo. Cuando los especialistas animan a los padres a hacerlo, pocos lo hacen. «El agresor tiene que entender que lo que hace no puede hacerlo», dice Royo, que reconoce que las familias sufren mucho.

DOS VÍAS

El Departament de Benestar Social i Família puede actuar por dos vías. Si el agresor es menor de 14 años, las familias pueden denunciar y la Direcció General d'Atenció a la Infància (DGAIA) puede decidir «desamparar al niño». En estos casos, existe un programa para menores con comportamientos delictivos. Según Benestar Social, la intervención es «preventiva y orientada a evitar la cronificación de la situación».

En los casos de menores de entre 14 y 18 años denunciados por sus progenitores, intervienen la Fiscalía y los juzgados de menores, y si se acuerda el alejamiento del menor de su familia, hay una posible derivación de este a la DGAIA. En los casos más graves, la Fiscalía puede ordenar el ingreso del agresor en un centro de justicia juvenil.