LA TRAGEDIA DE IRENE

Exilio y muerte en Reading

Dos jóvenes, ella de Rubí, él de Barcelona, se habían instalado en Reading, no muy lejos de Londres, en busca de lo que aquí no encontraban: trabajo, futuro. Pero la desgracia los atropelló trágicamente. Un coche descontrolado que participaba en una carrera ilegal la mató a ella, Irene Rodríguez, mientras que él, Jonatan Bosque, resultó gravemente herido. Todavía convaleciente de sus lesiones, relata por primera vez en este texto el suceso, el duelo que atraviesa y su clamor para que las leyes persigan con más dureza casos como el que ha quebrado su vida.

En el extremo izquierdo, Jonatan, tras el accidente. En el centro, con Irene y, a la derecha, las pulseras hospitalarias.

En el extremo izquierdo, Jonatan, tras el accidente. En el centro, con Irene y, a la derecha, las pulseras hospitalarias.

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Conocer al amor de tu vida antes de nacer no es algo frecuente. El día que mi madre apareció por casa de mis suegros para darles la noticia de que estaba embarazada de mí y que yo venía en camino, Irene ya gateaba por el comedor con apenas 1 año de edad. Nos conocimos prematuramente desde mundos diferentes y ahora debemos amarnos para siempre y, como nos juramos, también desde mundos diferentes.

La vida nos dio a ambos un destino distinto como a todos, ahí, sin manual de instrucciones ni prospecto alguno. Se aseguró de meternos en un cajón de asuntos pendientes para unirnos más adelante, cuando los astros fueran favorables. Nos ató de cerca y nos convirtió por capricho en casi familia, ya que sus primas son mis primas, pero Irene y yo no lo somos. No lo éramos. Crecimos jugando entre casa de mis tíos, el bar de sus padres y las calles del Barri de La Pau. La última vez que coincidimos antes de separarnos fue en el bautizo de nuestro primo en 1997. Por aquel entonces yo tenía 17 años y ella 19. Poco después me mudé con mi madre a Mallorca, donde permanecí hasta que en el 2010 tomé la decisión de emigrar a Inglaterra para buscar un futuro mejor. Un futuro mejor…

Acabar fregando platos

Uno se marcha de España fundamentalmente ante la falta de oportunidades, la escasez de empleo decente, una situación económica precaria, pero sobre todo ante la desidia que muestran nuestros gobernantes hacia el drama que supone que miles de jóvenes con talento y bien preparados deban terminar fregando platos en la cantina de algún frío país europeo por un sueldo ridículo.

Esperas que al menos, como expatriado por necesidad, expulsado, más bien, por las circunstancias y el mal hacer de los que deberían saber lo que hacen, puedan al menos proporcionarnos a todos los que nos alejamos de nuestras familias, nuestra tierra, nuestras raíces y nuestros sueños una seguridad y dignidad a la altura de su injustificada ineficiencia en el país que hayamos elegido. Pero no. Ni eso. Por el contrario, todo lo que recibimos de parte del Gobierno central son insultos, desprecio, y una frialdad que solo te puede aliviar la calidez y generosidad con la que te acoja el país al que emigras. En mi caso, Inglaterra. De no ser por eso, la poca esperanza de tiempos mejores y la nula defensa que se hace desde España por los derechos de todos los que, aun siendo españoles, malvivimos en otros países, terminarían acabando con nuestra paciencia y aliento para seguir adelante.

Sea como sea, el destino decidió abrir el cajón de asuntos pendientes para que Irene y yo nos volviéramos a encontrar 15 años después. Lo hicimos a través de las redes sociales. Lo típico: solicitud de amistad, rostro conocido, apellidos  familiares... acepté y en menos de dos meses ya estábamos enamorados. Esto ocurría en marzo del 2012. Ella vivía en Barcelona y yo en Londres. Nuestro plan maestro desde el primer día de romance cibernético era terminar viviendo juntos en Inglaterra. Algo que conseguimos tras mucho trabajo, viajes de ella, temporadas mías en Barcelona, paciencia y muchísimo amor. Nuestro objetivo se vio por fin cumplido el pasado 23 de julio del 2014. Desde entonces vivíamos juntos, trabajábamos, ella mejoraba su inglés y hasta habíamos comenzado a hacer planes para ser papás. Pero la felicidad es tan pasajera e imprevisible que ahí viene y ya se ha ido. Irene y yo apenas habíamos tenido tiempo de invitarla al té de las cinco, cuando todos nuestros sueños se hicieron trizas justo a la vuelta de la esquina de casa.

Aquel sábado 27 de diciembre del 2014 volvíamos de un restaurante del centro de Reading al que habíamos ido a cenar. Caminábamos de la mano sonrientes, felices y expectantes con la llegada de año nuevo. Ignorando por completo lo que unos delincuentes al volante venían haciendo desde hacía varios kilómetros. Apenas nos quedaban 75 pasos para entrar en terreno seguro cuando un frenazo a nuestra espalda nos calló, nos volvimos a ver qué ocurría, y vimos como un coche se subía a la acera derrapando y nos arrollaba a los dos. Nuestras manos se separaron para siempre en aquel instante.

Desperté al rato en el suelo, cabeza contra el pavimento, incapaz de moverme, sangrando por la nariz una mezcla de sangre y líquido encefálico. Temblaba como nunca antes en toda mi vida. Un joven musulmán que había presenciado el accidente me prestó ayuda cubriéndome con su chaqueta y tranquilizándome. Al poco escuché la sirena de la ambulancia. Recuerdo que todo lo que le preguntaba era cómo estaba mi novia: «How's my girlfriend?», le susurraba una y otra vez sin apenas fuerzas para nada más. Él me decía que bien, que no me preocupase y sobre todo que no me moviese. Que había gente atendiéndola y que parecía estar consciente. Era mentira, pero yo no podía girarme para mirarla. Además, segundos después los paramédicos se apresuraron a cortar mi ropa e inmovilizarme el cuello. Me trasladaron al hospital sin la posibilidad de conocer el estado de Irene, que fue llevada de inmediato a otro hospital en Oxford. El Hospital John Radcliffe destaca por ser el mejor lugar de toda Inglaterra para tratar lesiones cerebrales. Pero ahí se terminó nuestra historia, porque ni ellos pudieron hacer nada para salvarla.

Días lentos en el hospital

He pasado un mes; 30 días; cuatro semanas en un hospital. Mis días en él han pasado lentos y agónicos, como si hubiese ido avanzando por casillas de un tablero gafado, impregnado de una rutina asesina, rodeado de dramas ajenos que se sumaban al mío. En ese mes he ido sobreviviendo de forma paralela a la realidad de un exterior que me amenazaba, y al que más pronto que tarde sabía que sería arrojado en cuando decidieran darme el alta.

Mis tres fracturas craneales fueron evolucionando relativamente bien, así como mis dos piernas rotas -una de las cuales requirió de siete tornillos de titanio para ser enderezada-, pero apenas tuve tiempo de vivir mi duelo como debía. Todo comenzó desde cero para mí cuando regresé a casa el pasado 30 de enero y me reencontré con su ropa, sus cosas, sus pelos en la almohada.

En cuanto al proceso judicial, tan pronto como la policía tenga armada la acusación que presentará al ministerio fiscal se procederá a publicar la identidad de los culpables en la prensa y se iniciará la cuenta atrás para el juicio penal. Esto, según el sargento que lleva la investigación, podría producirse a mediados de este mes de marzo. Luego, la acusación pasaría a manos del juez, quien pondrá fecha al juicio presumiblemente para dentro de un año (12, 14, 18 meses...). El problema es que tanto la policía como el sistema legislativo británicos no los consideran unos criminales porque, tal y como argumentan, ni tienen antecedentes, ni fue voluntario. «Simplemente perdieron el control del coche y eso no los convierte en potenciales enemigos públicos o en terroristas». Y eso es lo que hay que cambiar. Que si haces carreras ilegales y expones a peatones a terminar siendo atropellados por tu irresponsabilidad al volante sí eres un enemigo público. Al menos bajo mi punto de vista como víctima. Por eso no voy a arrugarme en esta lucha para que se termine viendo así.

Sería de infinita ayuda, y de una calidad humana nada extraordinaria en países del primer mundo, que los presupuestos generales del Estado contemplasen incrementar el gasto que invierte España en asuntos exteriores, especialmente en embajadas y consulados, para que aquellos países con mayor número de españoles tuviera una atención acorde al volumen de expatriados. Lo que nos ha ocurrido a Irene y a mí le puede pasar a cualquier catalán, gallego, valenciano o andaluz que haya tenido que venir aquí a buscar trabajo. Es intolerable que debamos, desde nuestras limitaciones, frustraciones, precariedad general y desamparo absoluto, tener que iniciar campañas aisladas defendiendo nuestros derechos contando con la ayuda de medios de comunicación británicos, más sensibilizados con mi tragedia que cualquier diputado del Congreso de España. Absolutamente intolerable.

Me da igual el color o fuerza política que representen. Aquí en Inglaterra, a unos 1.500 kilómetros de distancia de Barcelona, hay una víctima española superviviente de un gravísimo accidente, y peor aún: una víctima mortal que ya no podrá regresar a España para visitar a su familia, rota de dolor, ni en Semana Santa, ni en verano, ni en Navidad. 

Me va a costar una eternidad afrontar la pérdida de Irene. Nadie puede hacerse una idea del grado de complicidad que nos unía, así como tampoco cuánto y cómo nos queríamos. Irene era un poco de todo: era mi amiga, mi novia, mi amante, mi profesora, mi hija, mi madre... Mirar a mi alrededor y no verla sonreír, derrochando vida a borbotones ocurriese lo que ocurriese, es lo más amargo que me queda por asimilar.

Tu cuerpo ya no está conmigo, pero tu alma vivirá por siempre en mí. Ojalá pudiera pasarte el portátil ahora para que revisaras este texto y me dieras, como siempre hacías, tu opinión al respecto. Ojalá no te gustase y pudiera editarlo toda la vida para borrar las malas noticias escritas en él y volver a estar contigo.

Te quiero mi amor. Mi Princesa. Mi Reina