Documentales de impacto

El género ha divulgado históricamente hechos sociales y políticos, como demuestra la polémica obra de Michael Moore 'La pelota vasca', de Julio Medem, es el referente en el cine español

Divulgación 8Michael Moore, en 'Bowling for Columbine'.

Divulgación 8Michael Moore, en 'Bowling for Columbine'.

QUIM CASAS / BARCELONA

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El cine documental retrata la realidad y en ocasiones la trasciende, crea nuevos espacios de opinión y llega más lejos que otros medios de comunicación. A veces importan poco las cualidades intrínsecamente cinematográficas: el fondo se impone a la forma como demuestra Ciutat morta, un documental que toma partido, renuncia a la objetividad y maneja de forma algo torpe, cuando no manipuladora, los elementos básicos de este tipo de cine, pero tiene un alcance social incuestionable, más allá de que su propia existencia sea capaz de reabrir o no un caso cerrado.

La historia del documental está llena de filmes que han causado un gran revuelo. De hecho, la primera proyección pública de películas, el 28 de diciembre de 1895 en París, ya tuvo un impacto brutal sobre los ingenuos espectadores de la época, convencidos de que el tren entrando en una estación, filmado por un operador de los hermanos Lumière, iba a salir de la pantalla y avalanzarse sobre ellos.

Perdida la ingenuidad, la inocencia del espectador, el documental ha encontrado otras formas de impresionar, pero sobre todo concienciar, a públicos de lo más diverso. La repercusión de algunas películas sobre el holocausto y los campos de exterminio nazi alcanzó, en distintas épocas, unas cotas, históricas y artísticas, inigualables: Noche y niebla (1955) de Alain Resnais, La memoria de los campos (un filme montado por Alfred Hitchcock en 1945 y que se ha visto con cuentagotas) y la monumental Shoah (1985) de Claude Lanzman. En estos casos eran películas necesarias, urgentes, para un concepto que surgiría con posterioridad, la memoria histórica.

Otros títulos muy populares se relacionan más rápido con la propia realidad. En este sentido, no hay un ejemplo más paradigmático del documental, como herramienta de divulgación y provocación a la vez, que Bowling for Columbine (2002) y, en general, toda la obra de Michael Moore y sus discípulos, caso de Morgan Spurlock y Super size me (2004), sobre la comida basura. Moore realiza una reflexión algo manipuladora pero efectiva en torno a la violencia en EEUU y la tristemente famosa matanza en el instituto de Columbine.

De impacto algo más restringido, pero brutal por lo que cuentan y cómo lo cuentan, son otros filmes de la última década. En S-21: la máquina roja de matar (2003), el camboyano Rithy Panh pone frente a la cámara al principal torturador del régimen de los jemeres rojos para que cuente lo que ocurría en los centros de detención. En The act of killing (2012), Joshua Oppenheimer hace algo parecido con los representantes de los escuadrones de la muerte de Indonesia que hoy campan a sus anchas, aunque en este caso hay un peligroso proceso de fascinación por los personajes filmados. Caso aparte es La batalla de Chile (1973), el gran fresco de Patricio Guzmán sobre el golpe de Estado chileno: uno de los mejores, impactantes y útiles documentales de la historia del género.

El cine español es rico en obras que han provocado hondas controversias que van mucho más allá del estricto ámbito fílmico. Podemos remontarnos a Las Hurdes-Tierra sin pan (1933), el retrato de la miseria en una zona de Cáceres realizado por Luis Buñuel, pero nos toca más de cerca La pelota vasca (2003), de Julio Medem, intento sesgado de ofrecer una panorámica amplia de los conflictos del País Vasco. Suscitó todo tipo de enconados enfrentamientos ideológicos: Medem fue vapuleado por la derecha y tardó tiempo en recuperarse. Otro título importante, aunque trate una realidad ajena, es Balseros (2002), de Carles Bosch y Josep Maria Doménech, que sigue durante años a unos cubanos que intentan viajar en balsa hasta Miami.