radiografía de rouco Varela

El cardenal okupa

Al purpurado gallego le han jubilado de la primera liga episcopal, pero se resiste a ceder el dorsal. Su biógrafo no autorizado, José Manuel Vidal, desmenuza en 600 páginas el calibre del apego al poder de su eminencia.

Vidal, con la  biografía no autorizada en las manos, el pasado lunes, en Barcelona.

Vidal, con la biografía no autorizada en las manos, el pasado lunes, en Barcelona.

NÚRIA NAVARRO

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A Rouco Varela (Vilalba, Lugo, 1936) se le conoce como el cardenal okupa. Se ha enrocado en la planta noble del Palacio Episcopal de Madrid y no hay forma de sacarle de allí. Nadie hizo nada igual. «En el Vaticano están escandalizados y me consta que hay presiones de alto nivel para que dé marcha atrás», explica José Manuel Vidal, autor de Rouco (Ediciones B), la biografía no autorizada. «Él considera que, con todo lo que ha hecho por la Iglesia española, tiene derecho a seguir con su palacio y su coche». Así, mientras le buscan un piso, su sucesor en el arzobispado de Madrid, Carlos Osoro, apechuga con la incomodidad de ocupar la planta baja, por respeto, «y porque le debe la mitra, como el 80% del episcopado actual».

Dentro de esos muros, el prelado gallego que se creyó vicepapa durante los pontificados de Juan Pablo y Benedicto, sigue digiriendo con dificultad la primavera de Francisco. «Se siente menospreciado, frustrado y hasta dolido con Bergoglio, cuyo  ejemplo de cambiar el coche oficial por un utilitario le pone más en evidencia», estima Vidal, un veterano de la información religiosa que iba camino de ser su biógrafo autorizado hasta que Rouco leyó el capítulo sobre su infancia, se lo devolvió lleno de tachones en rojo y lo puso en su rebosante lista negra. «Nunca soportó la mínima discrepancia, y siempre ha tenido pánico a los medios de comunicación, el único poder que no controlaba del todo», apunta.

La ambición de poder ha sido su pecado capital. Cuenta el biógrafo que, tras estudiar en Múnich, Rouco volvió a España progresista. Incluso firmó en 1976, junto a Setién, un documento contra Roma por afear una asamblea organizada por el cardenal Tarancón donde se pedía perdón por la guerra civil. Poco después, los mismos firmantes publicaron otro documento que Rouco ya no suscribió. Y zas, a los dos meses fue nombrado obispo auxiliar de Santiago. «Ahí dio carpetazo a su vida anterior y empezó a sembrar cadáveres, entre otros el de su íntimo amigo Xosé Chao Rego -tío de Manu Chao-, a quien se lo debe casi todo».

En esa escalada, fue perdiendo el contacto con la realidad. Su círculo de aduladores «creó un cordón sanitario a su alrededor» y apenas lo traspasaba para hablar con su sobrino, «a quien hizo obispo en un claro gesto de nepotismo». Mientras, los prelados de la época de Tarancón que quedaban en pie se refugiaron en sus diócesis. «No fueron valientes», opina Vidal.

Lo extraordinario del caso es que, según el biógrafo, Rouco alcanzó aún más poder que Cisneros «sin tener grandes cualidades físicas -padece estreñimiento, le falta un riñón y ha tenido depresiones durante toda su vida- ni intelectuales ni carisma». Pero sí posee una descomunal capacidad estratégica. «Ha controlado la Iglesia española empleado todo tipo de mecanismos perversos para acallar conciencias, desde la lista negra a la llamada telefónica para pedir una cabeza, pasando por el control de las universidades y los simposios». Y así fue como llegó incluso a sonar como papable tras reunir a un millón y medio de almas en la Jornada Mundial de la Juventud, en el 2011.

Ese momento de gloria no bastó. ¿Es patológico ese impulso? Vidal prefiere hablar de convicción en su empresa. Durante 30 años Rouco defendió a capa y báculo la Iglesia del no. Estaba convencido de ser el dique de contención de la dictadura del relativismo y del zapaterismo que quería arrasar las raíces cristianas del país. Aspiraba a implantar un «nacionalcatolicismo de corte caciquil» que le ha ido de perlas al ala más dura del PP, pero se le ha escurrido entre los dedos, para alivio de muchos damnificados. Porque la misericordia no está entre sus virtudes.

Parte del «agarrotamiento emocional» de Rouco, según el biógrafo, hay que buscarlo en su infancia. Hijo de tenderos de villa, su padre murió repentinamente cuando él tenía 7 años y su madre, destrozada, enfermó y falleció víctima de la ELA. «Creo que nunca salió de la infancia, se quedó siempre ahí, jamás supo conservar amigos ni demostrar cercanía con nadie».  También las historias de la guerra civil le dejaron muesca. «Apostó siempre por la cultura guerracivilista de enfrentamiento», que asomó por última vez en el funeral de Estado de Adolfo Suárez.

Sin embargo, sed de poder aparte, no se le conocen más deslices que el de ser presumido -«su chófer personal me contó que siempre lleva un peine encima»-, el gastar a manos llenas a la hora de «engrasar las palancas de poder en España y en Roma» y su alergia al nacionalismo. «Rouco cree que es un pecado». Porque entiende la unidad de España como una unidad moral, pero también porque no perdona a los episcopados vasco y catalán que fueran los únicos que marcaran las distancias. «Para él el abad de Montserrat es un monstruo. Lo último que desearía es que fuera el sucesor de Sistach en caso de independencia».

Y ahí está, observando de lejos la ola soberanista, viendo cómo se ha ido a pique la ley del aborto y lamentando su peor fallo estratégico. Frente a su idea de Iglesia como aduana, venía el tiempo de la Iglesia como hospital de campaña.