UN SECTOR ECONÓMICO CLAVE

Bea como síntoma

Una exclienta de la Boqueria explica a un veterano comerciante cómo los precios caros y el alud turístico la han alejado del mercado

INMA SANTOS HERRERA / BARCELONA

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Primero fue que la compra le salía cada vez más cara. «Lo poco que me ahorraba, ya me lo gastaba en el transporte», explica Bea Troncoso, jubilada, de 64 años, vecina de la Barceloneta y exclienta de la Boqueria. «Y luego había que luchar contra la marabunta, hacer colas, abrirse paso a codazos, soportar las cámaras de fotos, gritar para hacerse entender. No compensaba». Desde hace un par de años, Bea, como otros muchos barceloneses, se ha batido en retirada. El que fuera el mercado más popular de la ciudad se convierte aceleradamente en una atracción turística.

"¡Toma un tomate, morena, que me lo quitan de laas manos!"; "¡Un euro, un eeeeuroooo!: «Llamàntol viu, que se m'escapa!»… El bullicio en la Boqueria es alegre, divertido, una atractiva explosión de color. Su ubicación es privilegiada, es el mercado más grande de Catalunya -2.583 m2 y más de 300 puestos- y uno de los más variados en oferta. Pero, por encima de todo, es -¿era?- una metáfora de la vida en Barcelona, un espacio público que hace las delicias no solo de los que disfrutan con el paladar, sino también de aquellos a quienes les gusta conocer y sumergirse en el día a día de una ciudad y sus costumbres. Claro que una cosa es ser punto de interés y otra arriesgarse a perder la propia esencia. Y es que la Boqueria no deja de ser una réplica de la evolución turística de Barcelona -desde 1992, y sobre todo, su intensificación en la última década- y, por ende, de sus problemas de convivencia entre ciudadanos y turistas. Y Bea, un síntoma.

70 millones de visitantes

Cada año pasan por la Boqueria más de 70 millones de visitantes. Y esto, que para algunos (no todos) los comerciantes ha sido una salida económica, para los clientes supone una molestia. La cara y la cruz del turismo, argumentos a favor y en contra que, sentados en la terraza de uno de los locales que ocupan desde el 2013 los saneados porches del mercado, desgranan cara a cara Bea y Eduard Soley, de 68 años, que regenta un puesto de fruta y verdura en el mercado y es vecino del Raval.

«El fenómeno no es exclusivo de Barcelona. La mayoría de los mercados internacionales han evolucionado en su uso y van más allá del abastecimiento», argumenta Eduard. Su puesto, estratégicamente situada cerca de la entrada de la Rambla, en el pasillo central, es un ejemplo. Frutas tropicales, especiales y exóticas, hortalizas, delicatesen y todo tipo de fantasías alimentarias, verduras mini... Y así hasta «más de 6.800 productos», explica con satisfacción sobre un negocio que ha pasado de padres a hijos desde 1864, y del que Eduard tomó las riendas hace ya 55 años, con solo 17, al morir su padre.

Tan solo cinco años más tarde, en 1965, Bea fue a vivir a la Barceloneta. Entonces solo tenía 14 años, pero recuerda que la Boqueria ya era para la gente de su barrio «un mercado de referencia, popular por precios, por trato y por calidad». Su alejamiento de la Boqueria no fue de un día para otro, sino progresivo y proporcional al aumento del turismo en la ciudad en los últimos 10 años. «En muchos puestos el trato cercano se ha perdido en favor del turista», dice.

En la parte interior del mercado persiste un comercio más tradicional, mientras que en el exterior los puestos se han ido adaptando a productos pensados para atraer al turista, como el take away (zumos, bandejas de fruta, cucuruchos de jamón...). Eduard reconoce que quedan pocos comerciantes «de los de toda la vida»; él es un veterano, pero se ha adaptado («el mismo producto, pero en envoltorio más vistoso»). Aun así considera que no por ello la Boqueria ha perdido su esencia. «Y si no fuera por el turismo, no hubiéramos subsistido. Para mí representa el 70% de las ventas», esgrime ante Bea.

Esa masificación que tanto incomoda a clientes como ella también afecta al comerciante. Ante la presión del gentío, el año pasado Eduard tuvo que abrir dos pasillos centrales en su puesto. Los comerciantes reclaman una solución para descongestionar, «pero este es un mercado público y no se puede prohibir la entrada a nadie», sostiene Eduard, quien considera que el horario es lo bastante amplio (de 8.00 a 20.30) para acoger a todos. «El cliente de aquí se concentra los viernes y los sábados. Muchos se han ido, pero muchos vuelven una y otra vez, porque este mercado sigue siendo único», afirma. «Pero no se puede mezclar a los turistas que visitan el mercado con el ciudadano que va a comprar. Es incompatible», insiste Bea.

Claro que el problema va mucho más allá de la Boqueria: los pisos turísticos, la expansión de las terrazas, el monocultivo del comercio y la restauración pensados para el visitante... «Con los turistas nos ha pasado como a los padres que consienten a sus hijos: hemos querido que no les faltara nada, se lo hemos dado todo y ahora no sabemos pararlos», dice Bea. Y Eduard asiente con la cabeza. Comerciante y clienta, como ciudadanos, solo ven una solución: «Aprender a convivir y encontrar un equilibrio».