LA MISIÓN CIENTÍFICA DEL 'HESPÉRIDES' en el índico / 2

El buen secuestrador

El mar apresa parte del CO2 de la atmósfera

Varios científicos que trabajan en el 'Hespérides', en la cubierta, junto a la roseta.

Varios científicos que trabajan en el 'Hespérides', en la cubierta, junto a la roseta. / periodico

por LUIS MAURI, a bordo del 'Hespérides'

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No todos los secuestros son repudiables. Hay uno que resulta vital para el planeta. El secuestrador es el mar, y la víctima, el CO2 emitido a la atmósfera. La Expedición Malaspina investiga en los océanos los detalles de este fenómeno.

Los abismos oceánicos, como este de más de 4.000 metros de profundidad sobre el que navega estos días el buque oceanográfico español Hespérides, en el Índico, son zulos en los que está recluida a perpetuidad una reducida porción del dióxido carbónico (CO2) que es emitido a la atmósfera. Casi la mitad del CO2 del aire es absorbido por los océanos, que cubren el 70% de la superficie del planeta. Es un proceso constante de intercambio de gases. La concentración atmosférica de CO2 está en equilibrio con la marina. Si aumenta en el aire, aumenta en el mar.

Una buena parte del CO2 disuelto en los mares es devuelto a la atmósfera mediante ese intercambio permanente. Pero una menor aunque significativa porción del dióxido carbónico captado por el mar queda secuestrado a perpetuidad gracias a la acción fotosintética de las algas unicelulares que componen el fitoplancton. Como las plantas en tierra firme, estos microorganismos vegetales marinos captan CO2, lo transforman en carbono orgánico y liberan oxígeno. Una parte de ese carbono orgánico entra en la cadena alimentaria como nutriente de las bacterias. Y el resto acaba en el fondo marino, donde se estratifica y queda confinado miles de años. En la práctica, cadena perpetua. Este fenómeno ha sido bautizado por la ciencia con el apelativo de bomba biológica.

La fotosíntesis marina

El 50% de la fotosíntesis se produce en los mares. «La cuestión es conocer el límite de almacenamiento de CO2 en el mar, qué parte del CO2 disuelto en los océanos puede ser fijada por el fitoplancton», apunta en la cubierta del Hespérides Natalia González, asturiana, 39 años, bióloga de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid y una de los 400 científicos que participan en la Expedición Malaspina, la mayor empresa de investigación oceanográfica de la historia de España. La misión, que culminará en julio la circunnavegación del planeta, lleva enrolado a EL PERIÓDICO en su tercera etapa, que cruza el Índico entre Ciudad del Cabo (Suráfrica) y Perth (Australia).

González señala en popa una batería de depósitos con cultivos de fitoplancton de los abismos del Índico sometidos a distintas condiciones ambientales. Uno de los objetivos de Malaspina es averiguar todo lo posible sobre el fitoplancton. Si las microalgas, en tanto que carceleras de CO2, cumplen un papel ecobiológico clave, será vital conocer con detalle en qué condiciones viven y se reproducen mejor y en cuáles peor, y qué les afecta, cómo y en qué medida. Entre otras cosas, Malaspina intenta establecer cómo inciden en el fitoplancton los contaminantes orgánicos, la creciente radiación ultravioleta que atraviesa las aguas superficiales y la acidificación del mar derivada del exceso de CO2.

Una primera aplicación derivada de este conocimiento sería la siguiente: si el fitoplancton secuestra CO2 y el planeta tiene exceso de emisiones de este gas de efecto invernadero, ¿por qué no buscar el modo de multiplicar la producción de fitoplancton en los océanos? En EEUU y Australia ya hay proyectos empresariales para sobrealimentar al fitoplancton con nutrientes lanzados cual pienso al mar desde aviones. El beneficio de esas compañías saldría de negociar en el mercado de compraventa de derechos de emisión de CO2 la eliminación de este gas causada por el incremento inducido de las colonias de fitoplancton.

Equilibrio y riesgos

Otra expedicionaria de Malaspina, Cèlia Marrasé, barcelonesa, 54 años, bióloga del Institut de Ciències del Mar, dependiente del CSIC, considera que la solución no es tan simple. «Puede tener efectos contraproducentes. Esos nutrientes pueden favorecer la multiplicación de otros microorganismos indeseables para el objetivo propuesto. En determinadas condiciones, podría acelerar la actividad bacteriana en lugar de la de las microalgas, y las bacterias, salvo las fotosintéticas, producen CO2 pero no lo capturan».

En el laboratorio del Hespérides donde trabaja procesando muestras de agua de diversas profundidades, Marrasé hace hicapié en que el equilibrio de dióxido carbónico entre el aire y el mar tiene un límite: «La vía sensata de contrarrestar el calentamiento global es reducir las emisiones de CO2 a la atmósfera».

La vida de los moluscos

Su colega González redunda en la limitación del intercambio aire-mar de CO2. «Parte del que entra en el mar ya no se disuelve, sino que se convierte en bicarbonato y acidifica el agua, lo cual puede afectar a la supervivencia de organismos calcificadores, como los moluscos».

El mar y el aire no solo intercambian CO2 y vapor de agua. Hacen lo mismo con otros gases. Algunos de ellos hacen que la atmósfera sea más o menos oxidante, explica en su trabajo Mar de núvols el profesor del Institut de Ciències del Mar Rafel Simó, también partícipe de Malaspina. Otros devuelven a tierra firme el azufre y el yodo que los continentes van perdiendo con las lluvias.

Otros aún, como el sulfuro de dimetilo (DMS), producido por la interacción del fitoplancton, las bacterias y los predadores, dan lugar a micropartículas suspendidas en el aire, necesarias para que el vapor de agua pueda adherirse, condensarse y formar nubes. De este modo el DMS, que es el responsable principal del olor del mar y del marisco fresco, contribuye a la lucha contra el calentamiento global, ya que tanto las nubes como las partículas en suspensión reflejan buena parte de las radiaciones solares.