La visita pontificia

El Papa llega entre vítores y protestas

Santiago y Barcelona reciben a Benedicto XVI cuatro años después de su anterior viaje a España

JORDI CASABELLA / Barcelona

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Un lustro después de aposentarse en la silla de San Pedro, el Papa que esta noche aterrizará en Barcelona tras haber pasado unas horas en Santiago de Compostela despierta odios y pasiones. Rechazo de los que le reprochan sus palabras hostiles del 2006 hacia el islam en la universidad alemana de Ratisbona, la inoportuna demonización del preservativo en su primer viaje a África o su falta de energía, al menos durante un buen tiempo, en el combate contra la pederastia, por poner tres ejemplos. Por el contrario, Benedicto XVI levanta adhesiones entre quienes creen en la necesidad de que la Iglesia enhebre un discurso duro que separe el grano --personificado en los creyentes comprometidos-- de la paja y que persuada al mundo de la supremacía de la religión católica. Barcelona cuenta con unos y otros, con quienes siguen a Ratzinger y con los que lo rehúyen.

Es el segundo viaje de un Pontífice romano a Catalunya. El primero se produjo hace justo 28 años, en 1982, cuando Juan Pablo II subió a Montserrat, rezó el ángelus en la Sagrada Família y reunió a la grey en Montjuïc y en el estadio del Barça, todo ello en una accidentada jornada oscurecida por el mal tiempo. El papa alemán ya ha estado otra vez en España, en el 2006, cuando viajó a Valencia para presidir la Jornada Mundial de las Familias. Entre 1982 y el 2006 la Iglesia catalana no siempre se sintió apreciada por el Vaticano, dispuesto en todo momento a dejarse seducir por el canto de sirenas del nacionalismo español, pero los cambios operados en la curia por Benedicto XVI han abierto una rendija a la esperanza. La sustancial presencia del catalán en la misa de dedicación al culto del templo de Gaudí que presidirá mañana el Papa se ha erigido en un gesto sin precedentes en la historia de las relaciones entre Catalunya y la Santa Sede.

En ese viraje ha desempeñado un papel decisivo el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado del Vaticano y hombre de confianza del papa alemán, un viejo conocido de la abadía benedictina de Montserrat, convertido en artífice, junto con la hasta hace escasas fechas vicepresidenta del Gobierno español, María Teresa Fernández de la Vega, de una mejora sustancial en el clima de relaciones entre el Ejecutivo socialista y la cúpula de la Iglesia católica.

La conexión entre el Vaticano, azuzado por la Conferencia Episcopal Española gobernada por el cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, y el Gobierno de Zapatero había caído por los suelos a mediados del 2005, cuando los socialista legalizaron el matrimonio homosexual, una decisión que enrabietó al episcopado, que salió a la calle a manifestarse, una práctica en la que carecían de antecedentes. De la Vega y Bertone han logrado rebajar la tensión a costa de renuncias mutuas. Zapatero ha conseguido congraciarse con el sector católico de su electorado y el Papa ha obtenido un mejor sistema de financiación para la Iglesia española y que el proyecto de nueva ley de libertad religiosa quede congelado, al menos durante lo que queda de legislatura, como confirmó ayer el nuevo vicepresidente, Alfredo Pérez Rubalcaba.

LA EXTERIORIZACIÓN DEL DISGUSTO / La aproximación diplomática no ha satisfecho las expectativas de otra parte, nada despreciable, de seguidores de las enseñanzas cristianas, que se sienten hostigados por el papa alemán, ni las de la creciente porción de ciudadanos descreídos o ateos, colectivos ambos que han manifestado y quieren seguir exteriorizando su disgusto por la venida del Pontífice a Barcelona.

El papel secundario al que se relega a la mujer -a la que niega el acceso al sacerdocio-, la negativa a revisar el celibato, la condena de la homosexualidad o la persecución de la eutanasia y el aborto, sin matices ni salvedades, emparentan a Ratzinger con épocas pretéritas, que la sociedad moderna daba felizmente por superadas. El que antes de acceder al papado fuera, durante más de dos décadas, guardián de la ortodoxia y belicoso inquisidor no ha cambiado un ápice, a ojos de los grupos de católicos de base, que creen que no ha hecho más que reinventarse para seguir desmontando la obra del concilio Vaticano II. Esa es la certeza de muchos de los que el jueves llenaron la plaza de Sant Jaume para mostrar su contrariedad ante el acontecimiento, una protesta modélica en la que, a diferencia de lo ocurrido en Santiago, no hubo cargas policiales.

Uno de los aspectos que tampoco han escapado a las críticas ha sido el coste de la llegada de Benedicto XVI para el erario, en un contexto en el que la crisis económica obliga a cerrar el grifo del gasto social. Los cerca de dos millones de euros que han movilizado las administraciones para sufragar la estancia de Ratzinger en Barcelona, a los que hay que añadir los tres millones desembolsados en Santiago de Compostela, resultan, para algunos, una obscenidad. Que paguen los fieles, objetan. Una cuestación de donativos puesta en marcha por el arzobispado barcelonés ha reunido otros 500.000 euros añadidos para pagar de la factura.

INCONVENIENTES / La visita causa, y seguirá originando, un sinfín de inconvenientes a los vecinos del principal escenario de la visita, la Sagrada Família, derivados de las restricciones de tráfico y el refuerzo de la seguridad, que las autoridades se esfuerzan en relativizar apelando a sus beneficios: una mayor proyección de Barcelona en el mundo que ha de traer incalculables beneficios económicos. Quedan ya pocas horas para comenzar a comprobarlo.