LA CADENA DE renuncias en la política española

De un tiempo (pasado), de un país (lejano)

Varios miembros de la generación omnipresente en el paisaje político de las últimas décadas han coincidido en el momento de decir adiós. Desgaste e inadaptación a los nuevos panoramas se llevan por delante a unos cuantos nombres que han hecho época.

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TONI AIRA

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Raimon, esta semana galardonado con el Premi d'Honor de les Lletres Catalanes, alumbró en 1964 la canción D'un temps, d'un país, donde hablaba con esperanza «de un tiempo que será nuestro, de un país que nunca hemos hecho». Cincuenta años clavados después, una realidad política y social muy diferente ha llevado a un grupo de políticos a captar (finalmente) que el tiempo y el país que han construido durante años ha cambiado. Que sumaron en etapas, trincheras y responsabilidades diferentes, pero que este ya no es el tiempo ni el país que los hizo protagonistas.

Juan Carlos I, después de casi 40 años de reinado, cede al fin el paso a su hijo Felipe. «Abdica a regañadientes», como lo han advertido desde un primer momento los que le conocen bien. Lo hace pero no estará en el acto de coronación del nuevo rey porque dicen que «quiere que todo el protagonismo sea para Felipe VI». Pero con su ausencia Juan Carlos I también será protagonista, como lo serán su hija Cristina y su yerno Iñaki Urdangarin. Ellos, de hecho, personifican aquello que la Casa Real española quiere dejar atrás. Aquello que ha situado a la monarquía en su momento más crítico y en la diana de las críticas durante años, con un Juan Carlos I que fue su gran activo e impulsor, pero que ha demostrado en su crepúsculo como monarca una nefasta adaptación a un nuevo tiempo y a un nuevo país.

Ya no son intocables

Un nuevo contexto donde la monarquía y sus protagonistas ya no son intocables. Un nuevo mundo donde el tiempo no lo cura todo, donde un rey no puede decir en un discurso de Navidad que «la justicia es igual para todos» y pretender que la gente trague mientras ve cómo actúan con su hija las estructuras del Estado. Una nueva (y cruda) realidad social, donde no puedes decir que sufres «con el sufrimiento de los españoles» y crees que ser descubierto de safari de lujo en Botsuana no tendrá consecuencias. Finalmente lo ha asumido.

Igual que Alfredo Pérez Rubalcaba ha acabado por asumir que con él el PSOE iba directo al desastre. Y para decidirse ha necesitado todas las encuestas del mundo y descalabros electorales de grandes dimensiones que primero dieron la mayoría absoluta a Rajoy en las elecciones al Congreso del 2011, y luego provocaron un drenaje de 2,5 millones de votos en las europeas. Unos dicen que no perdía la fe en «algún milagro» que cambiara su suerte o la de Rajoy.

Otros lo describen como un «yonqui de la política», enganchado al poder. Y así fue como hizo de todo, de perfecto Rasputín a la sombra de Felipe González, de Almunia y de José Luis Rodríguez Zapatero, hasta que este último se quemó aceleradamente con su nefasta gestión de la crisis y «el abuelo heredó del nieto». Difícil papelón, «pero si alguien podía mirar de remontar aquello era Alfredo». Y no fue el caso. Chirriaba con los nuevos tiempos. Había relevado al hombre que había representado un cambio generacional que también quería ser sinónimo de modernización y renovación. Y Rubalcaba, incapaz de hacer ni un tuit, un hombre que en un acto electoral de fin de semana en medio de la montaña iba con mocasines, se demostró claramente como una opción fallida para reimpulsar el PSOE. Incluso era manifiestamente poco creíble como defensor del federalismo, él, a quien durante sus años de gobierno, cuando era conocido como «el Fouché español», lo describían propios y extraños como «el gran jacobino».

Simplemente no era el hombre que necesitaba el PSOE ahora y aquí. ¿Había sido un hombre determinante en momentos clave para el partido? Sin duda. Pero en su tramo final como candidato y secretario general del partido lo ha sido, sobre todo, para sumar a su hundimiento.

Y si hablamos de líderes políticos desubicados, Pere Navarro, de entre quienes estos días se van, se lleva la palma. «Como un pulpo en un garaje», lo describe un dirigente socialista de los que lo animaron a presentarse y, a la vez, de los que hacía tiempo que ya no confiaban nada en él. Fue un buen alcalde de Terrassa, o al menos así se lo reconocen conciudadanos suyos y políticos de todos colores. Pero el suyo es un ejemplo que hace buena aquella popular frase que dice «no todo el mundo sirve para todo». Asumió el poder, empujado por el núcleo duro del PSC (ya muy tocado) que tenía en la cabeza una fotografía del partido que ya no era. Se presentó a unas elecciones catalanas que quería afrontar «en clave social», pero asumiendo un eslogan («federalismo») que entraba de lleno en la dialéctica nacional. Empezó legislatura diciendo que se abstendría en todo aquello referente al derecho a decidir (que él había incorporado en su programa electoral) y acabó, «tarde y mal» como asumen en el partido, haciéndose la foto el Día de la Constitución, en la Delegación del Gobierno español en Barcelona, con Alicia Sánchez Camacho y Albert Rivera.

Hizo eso y protagonizó un culebrón absurdo, haciendo de una agresión a manos de «la señora de Terrassa» una derivada sobre un «clima de crispación en Catalunya» que él captó por «percepciones» y que otros como Rosa Díez (UPyD) aprovecharon para decir que en Catalunya se vive una «violencia insoportable». Hizo todo esto y sonó a extraterrestre. Como habría dicho el mismo Raimon, fuera «d'eixe món».

Desbordados por el presente

Fuera de contexto. Desubicados. Aptos para otros momentos y otros contextos, pero desbordados por el presente y con escasa perspectiva de futuro. Igual le ha pasado a un Jordi Portabella que era cabeza de lista de ERC en el Ayuntamiento de Barcelona desde 1999. Y ha costado que el equipo de Oriol Junqueras, de una nueva Esquerra que poco tiene que ver con aquella donde Portabella se afilió en 1987, lo convenciera de que tenía que dar «un paso atrás» y hacer «un gesto de generosidad» como el de Joan Puigcercós y el de una dirección que se había chamuscado con las apuestas por los tripartitos. Solo quedaba él, de aquella etapa, como cabeza de cartel. Ya hacía tiempo que se había dado el relevo en el Congreso, en el Parlament y quedaba el Cap i Casal. Porque ERC habla de un «nuevo país» pero entendió hace ya días que para mirar de liderarlo antes tenía que hacer un «nuevo partido». Con caras nuevas.

Y de todos ellos, de todos los líderes políticos que los últimos días han optado por la retirada, solo hay uno que ha optado por hacerlo en fascículos: Josep Antoni Duran Lleida. Esta semana aún citaba a Francesc Cambó en el Congreso, cuando este referente lo era de la CiU de hace unos cuantos años, de aquella que quería «modernizar España desde Catalunya». La que lideraba en Madrid Miquel Roca y en Catalunya un Jordi Pujol entonces abonado al «peix al cove». Pero aquello pasó, progresivamente y adaptándose a una nueva sociedad donde la centralidad del catalanismo se ha desplazado al soberanismo. Pero Duran todavía no. Y no parece que lo  reflexione, de momento. Y así sigue predicando en el desierto del Madrid político por un «gesto» del poder español que no llega. «No me han dado ni agua», se lamentó. Y el caso es que parece como si aún se sorprendiera de ello, cuando esto en Catalunya la inmensa mayoría ya lo ve como lo más previsible del mundo. Lo más normal de un tiempo que ya no es el suyo, de un país donde difícilmente hará como hasta ahora.