ANÁLISIS

Del 'sorpasso' al sorpresazo

En el vértigo de la noche parece que en estas elecciones ha ganado el miedo, que siempre es conservador

OLGA MERINO

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En las honduras del fondo, esta tierra al sur de Europa, de sangre celta e íbera revueltas, de campo y sequías obstinadas, del Duelo a garrotazos que pintó Goya, tiene las entretelas bipartidistas. O Cánovas del Castillo o Práxedes Mateo Sagasta. O conservadores o liberales. O las derechas o las izquierdas. O los tuyos o los míos. Y esa polarización se extrema aún más cuando tocan a rebato, como ha sido el caso. Si alguna vez se creyó que iba a cambiar el argumento de la película, que la nueva política barrería los malos hábitos y el anquilosamiento de la vieja, el espejismo se ha hecho pedazos: ninguno de los partidos emergentes, ni la coalición Unidos Podemos ni Ciudadanos, se consolida como pieza de recambio que arroje lejía sobre la mancha de la corrupción. Y lo peor de todo es que estamos en las mismas. Vuelta la burra al trigo de las sumas imposibles.

Serán los politólogos quienes escudriñen en los próximos días los porqués con razonamientos sólidos, pero en el vértigo de la noche parece que en estas elecciones ha ganado el miedo, que siempre es conservador. Miedo incluso a decir la verdad de lo que se vota en las encuestas, porque menudo fiasco, de otro modo, el de las empresas demoscópicas: ni una sola dio en el clavo. Sobre todo, creo, el miedo de los jubilados a que les toquen las pensiones -hubo quien jugo zafiamente con ese fantasma-, que son las que vienen sosteniendo mal que bien el progresivo debilitamiento de las clases medias. También el miedo a la incertidumbre contagiado por las ondas expansivas del brexit. El viejo rezo del virgencita, que me quede como estoy.

Pablo Iglesias (Madrid, 1978) han acabado traicionándole la arrogancia y el autoritarismo en su cruzada para «asaltar los cielos». Es inteligente y buen estratega, y por ello ha intentado, en esta inane campaña, suavizar su perfil público hablando de la casa común de la socialdemocracia, lanzando flores a Zapatero y echando tierra sobre las aventuras venezolanas. Como escribió el socialista Rubalcaba en su cuenta de Twitter, con cierta dosis de veneno, parece que Podemos haya cambiado las espadas neogóticas de la serie Juego de Tronos, esas que abren en canal al enemigo, por las canciones melifluas de Heidi en la verdura de los prados. Ni sorpasso ni nada, sorpresazo.

Anoche, mientras se ultimaba el escrutinio y las cámaras saltaban de un cuartel general a otro, daba la impresión de que los líderes de la izquierda, tanto Iglesias como Pedro Sánchez, estaban más interesados en el adelantamiento, en saber quién arrebataba la bandera de la izquierda a quién, que en la posibilidad remota de una suma. O en la responsabilidad política de haber dilapidado una oportunidad de cambio que detenga de una vez por todas el crecimiento de la desigualdad.

Sobradamente preparado, con un aporte de frescura y carismático, Albert Rivera (Barcelona, 1979) ha pagado los platos rotos del voto útil. Además, su batacazo responde al hecho de ser un hombre sin partido ni equipo, más tacticista del corto plazo que estratega.

Con estas mimbres, las que hay, habrá que urdir un cesto.