La convocatoria del 9-N

Votar no es sinónimo de democracia

La consulta sobre una decisión colectiva precisa reglas que sean escrupulosamente claras y neutrales

JOAQUIM COLL

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Llevamos meses escuchando el argumento de que no hay nada más democrático que votar. Y, por tanto, que prohibir la consulta del 9-N es un atentado a la esencia de la democracia. Salta a la vista que no es fácil oponerse a la intuitiva ecuación según la cual votar es sinónimo de democracia. Seguramente por eso hemos visto a famosos como el periodista Jorge Javier Vázquez o los deportistas Xavi Hernández y Marc Gasol declararse partidarios de esa consulta, y al publicista Risto Mejide inquirir en una entrevista al líder del PSOE, Pedro Sánchez, cuál es el problema en preguntar. Pues bien, el núcleo de la cuestión no reside en el hecho primario de preguntar. Eso se puede hacer de muchas formas, sobre todo con encuestas. Pero cuando se pretende consultar a los ciudadanos para obtener una decisión colectiva, es imprescindible que las reglas sean escrupulosamente claras y neutrales. La cuestión problemática es qué y para qué se pregunta, cómo y a quién se pregunta, y en qué condiciones se vota.

La democracia no es más auténtica por someter a consulta preguntas genéricas o existenciales. Una democracia madura es aquella que interpela sobre acuerdos precisos para obtener un resultado concluyente que pueda ser aceptado por todos. Además, la experiencia histórica nos muestra que votar no es sinónimo de democracia, como sabemos de diversos ejemplos de referéndums en dictaduras. En el caso de la doble pregunta encadenada anunciada para el 9-N, la crítica no es solo que sea anticonstitucional, como probablemente dictaminará el alto tribunal. El problema previo es que vulnera requisitos democráticos básicos que no pueden dejarnos indiferentes. Por tanto, en paralelo al hecho insoslayable de que no hay democracia sin legalidad, deberíamos ocuparnos de su ilegitimidad.

Contradicción flagrante

¿Qué ocurriría si el 9-N se llevara a cabo? Imaginémonos por un momento que el Gobierno hubiera tolerado la consulta, como exige Artur Mas, ya que se trata, según él, tan solo de conocer la opinión de los catalanes. Pues bien, si los ciudadanos creyeran al pie de la letra que se pretende meramente consultar sin ningún valor jurídico posterior, muchos podrían no tomarse la molestia de acudir a las urnas, sobre todo los no independentistas. De lo que se deriva una contradicción flagrante entre la trascendencia innegable de lo que se pregunta y el instrumento mediante el que se convoca institucionalmente a los ciudadanos a votar. Es evidente que se trata de una argucia ante la imposibilidad legal de convocar unilateralmente un referendo por la Generalitat. Por eso, las fuerzas soberanistas explicitan que el resultado tendría igualmente efectos políticos vinculantes, con lo que el problema democrático que se plantea es enormemente grave.

Primero, porque la tipología de la doble pregunta encadenada encierra diversas trampas. La más importante es que el primer enunciado es etéreo (¿Quiere que Catalunya sea un Estado?). No sabemos qué significa tal cosa, aunque suena más a Estado confederal o asociado que a federal. Sin embargo, su ambigüedad induce a reunir el apoyo de todos a quienes no les convence el modelo autonómico. Así como también el de los que desean pronunciarse afirmativamente sobre la única pregunta clara y relevante de la consulta (¿Quiere que ese Estado sea independiente?), pues para poder hacerlo hay que optar obligatoriamente por el sí. Segundo, porque los partidos que acordaron ese tramposo formato no aclararon cómo se contarían los votos, de manera que ERC y la ANC argumentan que la doble pregunta es eliminatoria y que solo hace falta una mayoría simple de votos emitidos en la segunda para que ese Estado sea independiente. Y, tercero, porque no se ha fijado un porcentaje mínimo de participación. Curiosamente, pueden votar los mayores de 16 años y los catalanes que viven en el extranjero pero no, en cambio, los cientos de miles que residen en el resto de España.

Falta de neutralidad

Por último, no es menor el problema de los tiempos y las formas. Aunque todas las objeciones anteriores y otras no existieran no es serio pretender resolver un debate tan complejo como el de la secesión en solo 40 días cuando en Escocia, por ejemplo, el referéndum fue convocado 18 meses antes. Como tampoco es democrático la falta de neutralidad de los medios públicos, de otros generosamente subvencionados y de las instituciones catalanas en su infatigable afán propagandístico. En definitiva, se va a desatar una furiosa campaña criticando la decisión gubernamental, apoyada por el PSOE, de recurrir la consulta, cuando lo cuestionable en términos democráticos es esa propuesta de votación y las condiciones sociopolíticas en las que se pretendía celebrar. Otra cosa es qué hacemos luego.