Dos miradas

Víctor Valdés

Nos cuesta mucho más hablar de los perdedores, de los que lo tenían todo y luego lo perdieron, los solitarios

Víctor Valdés, en un entrenamiento con el Standard de Lieja.

Víctor Valdés, en un entrenamiento con el Standard de Lieja. / AGENCIAS

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Estamos acostumbrados a cantar y a oír cantar las hazañas de los grandes deportistas, de los que han llegado a la gloria y merecen el reconocimiento, la estimación y el fervor de las masas. Los ídolos que consiguen vivir instalados en el olimpo de los dioses del estadio. Pero nos cuesta mucho más hablar de los perdedores, de los que lo tenían todo y luego lo perdieron, los solitarios, los que nadie recuerda o aquellos que incluso han sufrido el olvido y el deshonor. Y, de hecho, es notorio que al hablar de ellos nos acercamos más a la esencia del hombre, a su miseria, que si nos dedicamos a la filigrana del triunfador.

Pienso, por ejemplo, en Moacyr Barbosa, el portero de Brasil que protagonizó una de las derrotas más dolorosas de la selección, en Maracaná, en la final del Mundial contra Uruguay. Cincuenta años después, poco antes de morir, se quejó con amargura de la muerte en vida que tuvo que sufrir, como un apestado, desde aquella tarde infame de julio de 1950.

Y pienso, también, en Víctor Valdés. Ahora que parece que ha subido al último tren de su carrera, rechazado con humillación en Manchester, recuerdo la entrevista de este verano, en una televisión colombiana, donde decía que lo único que cambiaría de su vida es el día en que nació. Para que todo fuera diferente. Son unas declaraciones que no hacen sino recalcar una soledad extrema. La del portero ante el penalti, la del hombre ante el destino.