La rueda

A veces, Barcelona emerge

El agua no se viste de gala para unos ni de harapos para otros. No oye lamentos ni protestas

EMMA RIVEROLA

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A veces, Barcelona flota. El Llobregat y el Besòs se unen bajo las calles y también el mar acude a su encuentro. Por debajo de los edificios habitados y más allá de los cimientos de los antepasados, una tierra de agua marca el ritmo de nuestros vaivenes. A veces, la marea está en calma y nuestras vidas son serenas y los días nacen y mueren perezosos, sin ganas de dejar huella en los libros de historia. Pero las aguas, como los niños chicos, no han brotado para mantenerse estancas y, entonces, cuando su dios las golpea con el tridente se agitan revoltosas y nada a nuestro alrededor permanece en su sitio.

Agua mansa. Agua agitada. Agua formada por un infinito de gotas que resbalan de cada hogar, de cada mirada que se esconde tras la ventana, de cada latido que palpita tras los muros. Un océano formado por la destilación de tantas emociones. El agua no sabe de las parcelas de la tierra. No sabe de aceras anchas o maltrechas, ni de avenidas flamantes o calzadas de arrabal. No se viste de gala para unos ni de harapos para otros. No oye los lamentos ni las protestas. La indignación o la complacencia llegan cansadas al lecho líquido. Todas las lágrimas van al mismo sitio. Todas las cloacas, al mismo mar.

A veces, Barcelona emerge. Y siente que el agua huele a pantano. Un olor de algas que empiezan a descomponerse, de miasma amargo y áspero. Entonces, ante el temor de que llegue la hora de los chacales, la ciudad leva anclas, infla las velas, rompe las brújulas y pone la proa hacia nuevos sueños de sal. Sueños mínimos que caben en el bolsillo del pantalón o inmensos que solo encuentran cabida en la imaginación. Quizá acaben en naufragio o quizá se replieguen en una botella de cristal. Esperando el momento en que, de nuevo, Barcelona emerja y trate de encontrar el mapa del tesoro.