Valores e independencia

RAMON FOLCH

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No pleitearé a favor de la independencia de Catalunya. Menos aún trataré de rebatir la paupérrima argumentación contra las pretensiones catalanas, reducida hasta ahora a espantables amenazas y augurios espeluznantes. Me instalaré en la cada vez más verosímil hipótesis de que Catalunya será pronto un Estado europeo independiente. A partir de ahí, expondré cómo creo que debería ser la nueva sociedad catalana. Todo ello porque la independencia es la herramienta que necesitamos, no el objetivo que perseguimos.

Daniela Rebolledo es una joven ingeniera chilena recién graduada. Estuvo hace poco en Barcelona. Desbordando entusiasmo, expuso sus ilusiones y proyectos. Y, sobre todo, su agradecimiento hacia los que le habían ayudado a salir adelante, porque es huérfana de padre y madre y ha vivido sin recursos en un barrio muy humilde de Santiago. «He tenido muy poco, he disfrutado muchísimo», decía. Honraba los conocidos versos de su compatriota Violeta Parra: «Gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado la risa y me ha dado el llanto, así yo distingo dicha de quebranto». Ilusión para construir un futuro compartido y agradecimiento por la herencia recibida: así se avanza .

El economista Jordi Angusto exponía en un artículo reciente las dos claves del éxito alemán: estricta observancia del principio de subsidiariedad (lo que se puede resolver en el municipio no se traslada al land y lo que se puede hacer en el land no se eleva al Gobierno federal) y cogestión en las empresas (los trabajadores comparten responsabilidad y capacidad decisoria con los directivos). Dicho de otro modo: descentralización y corresponsabilidad. La antítesis de esta España centralista hasta el tuétano en la que la responsabilidad de todo no es casi nunca de nadie.

La independencia es la gran oportunidad para construir una Catalunya agradecida, ilusionada, descentralizada y corresponsable. Por ahora, no lo es suficientemente. «Vivimos rodeados de oportunidades», decían unos estudiantes brasileños ante el cúmulo de retos con los que se enfrentaban. «¡Qué palo!», exclaman a menudo nuestros jóvenes ante cualquier exigencia. Se rehuye el esfuerzo, como si el Estado del bienestar fuese un don del cielo. No, el actual Estado del bienestar es la herencia del esfuerzo de las generaciones anteriores a las que debemos agradecimiento. Una Catalunya de desagradecidos irresponsables carentes de ilusión, sean jóvenes o viejos, estudiantes, obreros, empresarios o jubilados, sería un país sin interés ni futuro, por más descentralizado o independiente que fuera.

Necesitamos financiar el esfuerzo, no subvencionar la pereza. Nos ha de ilusionar el trabajo, no la ganancia, de igual modo que el objetivo de la empresa debe ser la prestación del servicio, no la remuneración de sus accionistas. Los accionistas han de percibir dividendos y los trabajadores su salario, claro está, pero como corolario, no como finalidad única. Si esto escandaliza a alguien, peor para él: vivirá insatisfecho codiciando lo que nunca tendrá en vez de ser feliz por lo que hace. No gozará nunca de la alegría de Daniela Rebolledo. Y la independencia, ni le serviría de nada, ni de ella seria digno.

Una lectura precipitada de los principios darwinianos lleva a creer que el egoísmo es biológicamente natural y garantía de éxito social. Nada más falso. Hoy sabemos que la selección natural castiga el egoísmo y premia la generosidad, porque la redistribución alícuota de todas las generosidades individuales genera el bienestar colectivo y, por lo tanto, el éxito del grupo. Por eso pienso en una Catalunya de personas generosas que disfrutan de la generosidad de los demás mientras les regalan la suya. Generosidad solo posible a nivel personal, si el orden político la consagra y la defiende como un valor social compartido. Independencia, pues, para construir generosamente entre todos un espacio de producción sostenible y de equidad redistributiva.

Todo ello no son meros deseos buenistas. Es la proclamación de los valores que permiten aspirar a una política de progreso. Volverles la espalda con desinterés o con displicencia burlona sería una actitud reaccionaria de una sociedad arcaica, amortizada y por lo mismo ineficiente e infeliz, como la que aspiramos a dejar atrás independizándonos. Las efusiones patrióticas o las luchas sociales se expresan a partir de las realidades morales previas. La fuerza y la felicidad de las naciones residen en el vigor moral de la ciudadanía. Un pueblo honesto, ilusionado, agradecido, generoso y esforzado merece ser independiente. Mejor dicho: acabará siéndolo. Quiero creer que sabremos lograrlo. Haciendo de la autoexigencia la mejor gratificación, en todo caso.