El futuro de los Veintiocho

Una Europa que languidece

La UE no está acabada, ni mucho menos, pero se vislumbran cambios que serán importantes

CARLOS ELORDI

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El proyecto de unidad europea vive el momento más difícil e inquietante de su historia. Y todo apunta a que sus problemas van a agravarse. La victoria del partido ultraderechista y xenófobo PiS en Polonia hace impensable cualquier avance en la solución del problema de los refugiados. La atonía económica, también en Alemania, no ayuda y agudiza las tensiones sociales. Y los pronósticos catastrofistas sobre el euro y sobre el futuro mismo de la Unión aparecen cada vez con mayor frecuencia en los principales medios del continente.

En el último año, el único éxito del grupo dirigente de la UE ha sido someter a la Grecia de Syriza a los dictados de su política de austeridad. Pero sin proponer alternativa alguna para paliar la dramática situación de la economía y la población helenas. El problema griego sigue por tanto pendiente, Alexis Tsipras sigue mandando en Atenas y empieza a comprobarse que la dureza con él aplicada por Bruselas no ha servido de escarmiento para otros países. Porque todo apunta a que dentro de no muchas semanas una coalición de izquierdas llegará al Gobierno portugués y propondrá medidas que se saldrán de la ortodoxia de la austeridad. Y el Partido Laborista británico está en manos de un Jeremy Corbyn que ha emprendido un rumbo de colisión con el neoliberalismo.

En los demás frentes la UE ha cosechado más bien fracasos. El más clamoroso es su incapacidad para acordar una política unitaria frente a la avalancha de refugiados. Si en su momento Europa terminó plegándose a la locura emprendida por George Bush con la invasión de Irak, durante años ha dado cómodamente la espalda a la tragedia que se estaba fraguando en Siria, cuando un decidido protagonismo unitario europeo podría haber reconducido el drama.

Y ahora que millones de sirios e iraquís buscan refugio en Europa, todas las debilidades del proceso de construcción europea explotan en forma de rupturas abiertas. El Tratado de Schengen ya ha fenecido de hecho y la postura compasiva con los refugiados de Angela Merkel provoca un rechazo creciente incluso en la propia Alemania.

La crisis de los refugiados le ha estallado en las manos a Merkel, porque Alemania carece de instrumentos para hacerle frente sola y porque una cosa es imponer la política de austeridad cuando se tiene capacidad de caución económica para hacerlo y otra muy distinta lograr que países con larga tradición de intolerancia racial y muy bajos niveles de bienestar económico se avengan a recibir a cientos de miles de extraños solo porque así lo quiere Berlín.

En los principales periódicos del continente se apunta cada vez con más insistencia a que Merkel podría haber iniciado su caída y que esta podría no estar muy lejos. Crece la disidencia en el interior de su partido y crece también la fuerza de los distintos partidos alemanes que están en contra de las políticas oficiales de inmigración y de acogida y, de paso, también del euro.

Angela Merkel ha emprendido sobre la marcha un giro de 180 grados en su actitud hacia la estratégica Turquía, ofreciéndole la entrada en la UE -que hasta ayer le negaba- a cambio de su colaboración en el asunto de los refugiados. Al tiempo, la cancillera asiste al agravamiento de las tensiones entre Europa y Rusia tras años de esfuerzos por el acercamiento entre Berlín y Moscú. El marasmo de la política francesa desdibuja cada día que pasa el eje París-Berlín. Y David Cameron no consigue alejar el riesgo de que los británicos voten el abandono de la UE.

La UE no está acabada, ni mucho menos. Quedan en pie, y en pleno vigor, su inmensa estructura, sus leyes, el Banco Central Europeo y el euro. Lo que está en cuestión son sus políticas, la exterior y también la económica, y sus equilibrios de fuerza. La Europa del Este no se conforma con ser el pobre recién llegado y la del Sur está inquieta. En el horizonte a medio y largo plazo se atisban cambios importantes.

Es imposible vislumbrar en qué consistirán, pero sí intuir que van a ser importantes. Lo que está claro es que la unidad europea ha perdido fuerza y que el proceso centrífugo está en marcha. Si así no fuera, Mariano Rajoy no se habría atrevido a despreciar tan descaradamente las admoniciones de Bruselas sobre el déficit público español. La derecha europea quiere que el PP gane el 20-D, pero para demostrarlo se ha tenido que traer a Madrid a Silvio Berlusconi y al neofascista húngaro Viktor Orban. La UE cuenta cada vez menos en los asuntos internos de sus socios, y un tema tan grave como la crisis catalana ha sido despachado por las capitales europeas con retóricas peticiones de diálogo y retóricas advertencias a los independentistas. Para colmo, las tensiones de los últimos días entre Madrid y Catalunya no han tenido eco alguno ni en las cancillerías ni en los medios del continente.