MI HERMOSA LAVANDERÍA

Un cine en el fin del mundo

dominical 602 seccion coixet

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ISABEL COIXET

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Explorar los edificios e instalaciones abandonados que pueblan España es una afición que ocupa páginas y más páginas en la red y que lleva a cabo gente como yo, nostálgicos de una vida detenida que nunca conocieron. Hospitales, hoteles, balnearios, cuarteles de la guardia civil, mansiones, pazos en ruinas son visitados por cazadores de imágenes de Instagram y aventureros varios. Hasta no hace tanto, estas excursiones a las ruinas eran una afición que se limitaba a lugares dejados de la mano de Dios durante años, pero lugares en los que había habido vida. En una de esas incursiones en el pasado, recuerdo haber entrado en un balneario que hacía 45 años que estaba cerrado y en el que todavía se podía leer el menú del día colgado en los pasillos: sopa de menudillo, lengua de cordero con patatas panaderas e isla flotante con marrasquino.

El restaurante estaba vacío y las mesas esperaban a comensales que nunca volvieron. Algunas habitaciones estaban con la ropa de cama todavía puesta. Las telarañas y el polvo habían invadido las bañeras. Los tubos que conectaban el agua de las termas ahora secas con los grifos emitían extraños sonidos cuando el viento pasaba por ellas. Por encima de todo flotaba una atmósfera de vida detenida y, aunque no vi fantasmas, sí había una presencia constante que parecía moverse con nosotros. No me hubiera sorprendido ver a las gemelas de 'El resplandor' o a Jack Torrance tomando un martini charlando animadamente con un barman de cara cérea. ¿Se imaginan la cantidad de futuras ruinas que van a poblar nuestro país en los próximos años? ¿Qué haremos con tanto aeropuerto? ¿Con tanto magno centro cultural cuyo mantenimiento resulta imposible? ¿Con los dispensarios, escuelas, centros de negocios, edificios de oficinas que nunca se han ocupado? Me imagino a las generaciones futuras entrando furtivamente en esos lugares que nunca tuvieron vida, que jamás fueron pisados salvo en el día de la inauguración por algún alcalde o gobernador civil o autoridades varias ya olvidados.

Quizás el caso más extremo de obra no utilizada no está en nuestro país sino en la península del Sinaí. Al parecer, a principios del año 2000, un francés que se encontraba haciendo un tour por Egipto tuvo la idea de construir un cine en medio del desierto. Volvió a París y convenció a algunos inversores –gente a la que supongo y espero le sobrara el dinero– para que invirtieran en él. Volvió a Egipto, compró butacas, un proyector, un generador de última generación y una pantalla gigante. Sin embargo, las autoridades, que al principio habían autorizado la obra, cambiaron de idea y el cine no llegó a proyectar nunca ninguna película. Todavía está allí, con filas de butacas que esperan a espectadores llenas de arena. Y hay gente que asegura haber encontrado pedazos de la tela de la pantalla flotando como fantasmas en el desierto.