Peccata minuta
Tres poetas
Este ha sido un Sant Jordi muy especial para mí: llevaba lo que va de año trabajando noche y día -casi abducido- en una adaptación teatral de las vidas, amores y muertes de tres de los más grandes poetas en castellano del siglo XX, no cosidos por ninguna generación: Antonio Machado, Federico García Lorca y Miguel Hernández. Pues bien: el pasado día 23, sorteando rosas, llegué a mi editorial, es decir, a la tienda de fotocopias de la esquina, y salí de allí con mi flamante libro -unos folios encuadernados por un caracolillo metálico- más feliz que un tonto con su lápiz. Nihil óbstat.
Cerrado mi largo periplo por el tiempo y el espacio, volvía a estar en Barcelona, con los míos. Atrás quedaban la Sevilla, la Soria y el Colliure de Machado; la Granada, el Nueva York y La Habana de Lorca; la Orihuela, el Frente de Jaén y el Moscú de Hernández. Y también los amigos (Giner de los Ríos, Unamuno, Neruda, Rosales, Aleixandre, Alberti...), los amores (Leonor, Guiomar, Salvador, Eduardo, Juan, Maruja, Josefina...) y las muertes (Hotel Bougnol-Quintana, Barranco de Viznar, Reformatorio de Adultos de Alicante) de estos tres inmensos poetas que escribieron, lucharon y murieron en defensa de un mundo más decente.
Cierro mi libro y me fijo en la radio, la televisión y los diarios, que durante tanto tiempo he tenido desatendidos, y, de golpe, me inunda una tristeza oceánica: había medio olvidado que estamos en precampaña, cuando la palabrería y la bajeza política suben exponencialmente sobre su temperatura habitual.
Nueve embisten y una piensa
Al escuchar a los diferentes líderes atacar al adversario mientras ocultan sus propias miserias, me vienen indefectiblemente a la cabeza sentencias de Machado puestos en boca de Juan de Mairena: «El paleto perfecto es el que nunca se asombra de nada; ni aún de su propia estupidez» o «En España, de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa». Qué debe pensar el ministro Wert -si las ha leído- de aquellas palabras de Lorca que nos advierten: «Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo». También me ocurre que al escuchar a Albert Rivera decir que en tiempos de pobreza hay que subir el precio de alimentos básicos, le obligaría a copiar un millón de veces aquel par de versos de Hernández popularizados por Serrat: «En la cuna del hambre mi niño estaba, / con sangre de cebolla se amamantaba».
Harto de mi aquí y mi ahora, me monto en un tren de noche para largarme a aprender de mis mayores antes de que se vayan del todo. El tren se para en 1939: Federico ya no está, las tropas franquistas han entrado triunfalmente en Madrid y Queipo de Llano lo berrea por la radio. Nada sirvió de nada.
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