Peccata minuta

Todos somos iguales

JOAN OLLÉ

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Todo empezó por una frase, «todos somos iguales», que procedía de un prolongado esfuerzo filosófico europeo a favor de la razón. Y recién pronunciada la frase, empezó a desencadenarse la tragedia, ya que estas palabras llegaron a tribus de continentes lejanos que no tenían nada: solo enfermedad, muerte, uno o varios dioses y un viejo televisor donde contemplar cómo los enamorados paseaban sobre las hojas muertas de los puentes del Sena a los compases de un acordeón, cómo un crepúsculo de mil colores cedía la luz a los rascacielos de Manhattan con fondo sonoro de Glenn Miller, cómo un chorrito de limón hacía bailar a una ostra hasta acabar flotando en Chablis en un estómago sin hambre.

No quiero ser demagógico; solo imaginar lo que puede pasarle por la cabeza y por la sangre a aquel que, habiendo escuchado la frase, se apercibe que es una cínica mentira. El parisino Jacques Prévert lo contó en su poema 'La grasse matinée': «Es terrible el pequeño !crac! del huevo duro al romperse contra un mostrador en la cabeza de quien pasa hambre». El hambriento confundió el tibio 'café-crème' con el gélido 'café-crime' y la sangre ensució el suelo del bar. Una segunda cita, ahora de 'Memorias de Adriano', de la belga-norteamericana Marguerite Yourcenar: «Cuando tuve mi vida resuelta, pude dedicarme a la de los otros».

Bienestar y seguridad

Occidente ha sido terriblemente desatento con sus colonias y periferias, de una crueldad impropia de quien ha escuchado a Mozart y releído a Shakespeare. Nunca aprendió la lección de que su bienestar y seguridad dependían del bienestar global. Hasta ahora nos había sido fácil mantener a raya al enemigo de turno con policías, prisiones y ejércitos, hasta que alguien, tal vez abrazando los restos sin vida de su hijo tras un bombardeo, recordó la frase, «¿todos somos iguales?», y en aquel instante decidió seguirla al pie de la letra. Acudió a las interpretaciones más negras de su biblia -como hace apenas medio siglo Franco recurrió a lo más oscuro del catolicismo- para sentirse legitimado: ya que el mundo civilizado no había dejado de demostrarle que su vida ni la de sus hijos no valían un carajo, en perfecta regla de tres resolvió que tampoco la de ningún humano tenía valor. Y, encima, con la certeza de que su heroísmo suicida sería recompensado con la inmortalidad en el séptimo cielo de Alá.

El papa Francisco, representante de nuestro Dios en la Tierra y probablemente el actual jefe de Estado con mayor sensibilidad social, lo acaba de dejar muy claro: «El terrorismo se alimenta de la pobreza». Lástima que haya pronunciado estas palabras a título falible y personal y no puedan disfrutar de la categoría de dogma.