Yo me tiraría un mar de cubitos contra la ELA

EMILIO PÉREZ DE ROZAS

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Mientras viva, nunca, jamás, olvidaré el día que mi hermano José Luis, 'Pepo' para todos, me dijo que le acababan de diagnosticar una ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica). "No es inmediato, Emilio. No me voy a morir mañana, ni el mes que viene, ni siquiera el año que viene. Pero sí me moriré de eso", me dijo tomándonos un café con leche sobre una de esas antiguas mesas de mármol del Casino de La Garriga donde vivía y donde era uno de los principales motivadores (ahora dirían emprendedores) de la vida estudiantil, social y política del pueblo. Pepo, decían, era la mitad del Colegio Tagamanent, de Primaria. Y yo lo confirmo.

Ahora que siento como mía, como nuestra, esta graciosa campaña para mojarse y helarse en favor de investigar esta enfermedad asesina (les puedo jurar que es la más horrible y peor de todas), me he acordado de la vida que llevó, que sufrió Pepo, su esposa Miriam (ya fallecida, de otro maldito cáncer) y sus maravillosos hijos Laia y Adrià.

Pero de lo que más me acuerdo, no son de esos tres años de dolor, de incertidumbre y, sobre todo, de desesperación viendo como Pepo se apagaba, paso a paso, y se iba reduciendo a la nada sin que nosotros (ni los maravillosos médicos que nos rodeaban) pudiésemos impedirlo, me acuerdo, especialmente, de la mañana que acudí a un viejo edificio que la Generalitat había habilitado en mitad de Gràcia, con enorme tacto, y donde en cada piso había dos o tres oficinitas, pequeñas, minimalistas, repletas de gente maravillosa. Era un edificio dedicado, única y exclusivamente, a familiares, asociaciones y amigos de gente que padecía extrañas enfermedad, es decir, en aquel tiempo casi desconocidas o que no afectaban a miles de personas.

Antes de compartir la noticia, el desastre, la desgracia, el dolor, con mis hermanos, preferí pasarme por el despachito habilitado para la gente que mimaba a pacientes de ELA. Eran maravillosos. No podían ser de otra manera. Y la pareja que me atendió, ya mayor, había repetido, sin duda, esa misma explicación cientos de veces. No fui yo, no, el primer familiar de un paciente que acudía allí para saber qué era la ELA y, sobre todo, cómo se comporta, hasta donde llega su nivel de voracidad, su capacidad para provocar dolor, desesperación, desolación y muerte.

No les contaré lo que me contaron. No. Pero sí les pediré que se interesen por ella, por esa bestia llamada ELA. Y, entonces, no se tirarán un cubo de hielo, se vaciarán el mar entero sobre la cabeza. Solo les contaré cómo, al final de una maravillosa charla (donde solo lloré yo, y mucho, a mares, a cubitos), el caballero, que había perdido a un hijo, me miró y me dijo: "Que lo sepas, Emilio, tu hermano Pepo acabará hablándote por los ojos, que será lo único que le quedará vivo, que tendrá expresión".

Y así fue. Pero piensen que Pepo era 'superman'. Un triatleta de los buenos. No competía, ni ganaba, porque le daba igual. Hacía deporte por los niños y niñas del Tagamanent, iba en bicicleta por Adrià, jugaba a basket por Laia, corría para desconectar. Pero, que lo sepan, Pepo era de acero inoxidable. Lo tocabas y tocabas cemento armado. Pues esa ELA asesina se lo desayunó, comió, merendó y cenó en tres años.

Primero acabó con sus piernas, luego con sus manos, luego con sus brazos, luego con el habla...y nosotros fuimos haciendo lo que podíamos. Cambiaron de coche, de hábitos, de casa….pero nunca de amigos, ese ejército de La Garriga, el mismo que ha logrado que el Ayuntamiento del pueblo le dedique una calle junto a su querido colegio. Y esa gente se desvivía por él. Y él, con sus ojos brillantes (también ese brillo, esa luz, se le fue apagando), les iba pidiendo agua, que subiesen el volumen de la tele o le pasasen la hoja del libro.

Esa ELA acabó con su vida, pero nunca pudo con su espíritu ni con su ánimo. Pepo murió, pero no se rindió. Es verdad que la ELA le anunció que iba a por él y él, entonces, tuvo tiempo de hacer las dos o tres cosas que más ilusión le hacían (hasta donde el dinero le llegaba, que no era lejos), pero, mientras pudo, se rió de todo y nos ayudó a todos a no tenerle penita. Odiaba que le tuviesen compasión.

Les cuento todo esto porque sé que hay, las he padecido en mi propia casa y familia (perdí a mamá con 15 años, a papá y a cuatro hermanos a lo largo de muchos años) enfermedades dolorosísimas, todas incurables, pero lo que provoca, cómo mata la ELA, es inenarrable.

Yo nunca olvidaré a aquel maravilloso señor contándome cómo mi hermano me acabaría hablando por los ojos, ni a Pepo pidiéndome, simplemente con la mirada,  que cambiase de canal, que empezaba el Barça.