La sonrisa de Mustafina

Los Juegos Olímpicos nos gustan porque dan vida a toda esa gente que es como nosotros

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JORDI PUNTÌ

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No entiendo las reglas de la esgrima. Nunca he practicado el taekwondo. No me gusta el bádminton y me aburre la vela. Y sin embargo, cada cuatro años, cuando llegan los Juegos Olímpicos, les dedico mi tiempo. Sigo la competición, estoy pendiente de los récords mundiales y me aprendo de memoria todos esos nombres difíciles. Luego, cuando terminan, me olvido de ellos hasta la próxima vez. Y sé que no soy el único. El escritor Juan Tallón dice que el atractivo de los Juegos se produce gracias al desfase horario y al «desorden de las rutinas». Cuánta razón tiene. Puede que el mejor madrugón de mi vida tuviera lugar en septiembre de 1988, durante los Juegos de Seúl. Me levanté a eso de las cinco para ver la carrera de 100 metros lisos, el duelo entre <b>Carl Lewis </b>y <b>Ben Johnson</b>. Qué sacrificio, interrumpir mi santo sueño por diez segundos, pero fui testigo de lo que luego se llamó la carrera más sucia de la historia, con el positivo de Johnson dos días después.

En realidad, creo que los Juegos nos gustan porque dan vida a toda esa gente que es como nosotros, más o menos, y nos fascinan con sus sanas obsesiones. Pienso en Mireia Belmonte, claro, o en la sección de rugbi a siete de Fiji, que ganó la primera medalla de la historia para su país con una gran exhibición. O en la gimnasta rusa Aliya Mustafina, con su cara siempre triste que se iluminó por unos segundos al conseguir la medalla de bronce por detrás de la gran Simone Biles. O en Majlinda Kelmendi, que ganó en judo la primera medalla para Kosovo (aunque España haga el ridículo y siga sin reconocer la independencia del país).

Hace años, Sergi Pàmies publicó una novela preciosa, Sentimental, en la que un padre abandonaba a su mujer y su hija pequeña. Años después, muy lejos, el tipo miraba los Juegos por televisión y veía como su hija ganaba una medalla en atletismo. A veces, cuando veo a todos esos deportistas, me siento así: como un padre que desde el sofá contempla a los hijos que no tuvo y se emociona.