El futuro de Catalunya

La sobreactuación

Mas y Rajoy retroalimentan sus posiciones de fuerza cara al futuro con exageraciones de presente

JORDI MERCADER

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Todo gobernante sabe de la necesidad de respetar el primer principio de la comunicación política: el movimiento, o al menos, la sensación de que las cosas se mueven. El gobierno de Artur Mas y el de Mariano Rajoy están impartiendo un máster en la materia. A partir de una diferencia seria y real, la Generalitat defiende la soberanía de los catalanes para emprender la vía independentista, proyecto al que se opone frontalmente el Gobierno español, y ambos retroalimentan sus posiciones de fuerza cara el futuro, a base de exageraciones de presente.

La prestidigitación política combina intencionadamente un poco de realidad con un mucho de ficción; es una figura retórica dirigida a un público fiel, muy predispuesto a perdonar la exageración y la inexactitud por coincidir el sentido del mensaje con sus deseos. El electorado propio lo cree un pecado venial, un ejercicio a medio camino de la propaganda y la pedagogía; a fin de cuentas, ellos también desearían que estas figuraciones fuesen verdad, de la de verdad. Esta construcción exige una sobreactuación verbal para forzar una respuesta apropiada y de la misma categoría por la parte contraria. Si se obtiene tal reacción, la apariencia de realidad del intercambio gana en credibilidad y la batalla puede continuar, esperando los grandes acontecimientos. Las demostraciones de fuerza soberanista en la calle han sido espectaculares y hoy muchos dirían que el procés avanza imparable; sin embargo, de momento, es una ilusión creada por las dos partes enfrentadas. Tal vez, a partir de las elecciones de septiembre, los independentistas obtengan una mayoría para emprender la larga marcha. A día de hoy, en el escenario de la gesticulación, unos alimentan el estado de ánimo del «no hay manera de entenderse con esta gente» y los otros el «no pasarán».

UNA QUERELLA ABSURDA

En uno de los episodios, a uno de los contendientes se le va la mano y promueve una querella absurda contra su rival por un proceso participativo confundido con un referéndum. Pero, en general, unos y otros utilizan eficazmente la comunicación y sus respectivos públicos responden según lo previsto. Cuentan con un aliado imprescindible, el Tribunal Constitucional, cuya lectura de párvulo de la literalidad constitucional aporta la justificación imprescindible para las dos argumentaciones antagónicas. Las embajadas catalanas y la figura del Comissionat per a la Transició Nacional, y con él la ley para impulsar las estructuras de Estado, son las aportaciones más recientes. Las delegaciones en el exterior de la Generalitat son un servicio muy razonable, especialmente para el sector empresarial del país, con más de 8.000 filiales en el extranjero, pero también como agentes de divulgación de la realidad catalana en el mundo. La tensión escénica se obtiene al denominarlas embajadas. Si los estados tienen embajadas y Catalunya también las tiene; ergo, Catalunya es ya un estado. Aunque todos sepamos que aún no lo somos, ni los directores de las delegaciones de la Generalitat obtendrán el estatus diplomático de embajadores, justamente porque no representan a ningún estado, funciona, lo justo, para obtener la respuesta buscada de Madrid. Allí, raudos, mantienen viva la falacia: no son embajadas, pero las prohibimos como si lo fueran. Ambos contendientes obtienen una buena rentabilidad política.

El nombramiento de Carles Viver Pi-Sunyer como Comissionat per a la Transició Nacional responde a la misma lógica. La transición nacional se producirá a partir de un mandato democrático para la creación de un estado. Hoy no existe tal mandato. Todo lo que puede hacer el comisionado son dosieres de cómo hacer las cosas cuando puedan convertirse en actos administrativos; se supone que después de un referéndum o, con algo más de riesgo, tras una declaración unilateral del Parlament. Naturalmente, el exvicepresidente del Constitucional podría escribir estos documentos desde casa, pero de haberlo hecho así, Moncloa no habría podido plantear el conflicto de competencias. Y habría sido una lástima, un desperdicio de munición dialéctica, al que ninguno de los bandos está dispuesto a renunciar.

A nadie se le escapa que el Estatut no contempla la creación de las estructuras de Estado y nunca acaban de llegar. Pero son una aspiración movilizadora y garantizan la presentación de un recurso constitucional, con solo anunciar la intención, porque Rajoy nunca falla. Catalunya ya dispone de la más potente de las estructuras imaginables para crear un estado: la Generalitat. Durante 35 años se ha organizado una administración y un entramado gubernamental perfectamente capaces de dar a luz un nuevo país soberano. La cuestión es: ¿tanta mentira piadosa perjudica o beneficia el propósito de obtener un mandato democrático para construir un estado?