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«Al menos siete niños mueren ahogados en un nuevo naufragio en la costa turca». Llegará el día en que leeremos este titular y no sentiremos nada. Pasaremos al siguiente. La contaminación de China. El auge de la extrema derecha. O la última provocación de Netanyahu. Cualquier cosa. Cualquier tema. Como si las palabras hubieran resbalado por la piel sin dejar un mínimo rastro. Sin calor ni frío. Una inconmovible y descarnada tibieza. Tampoco nuestro cerebro las habrá captado. O quizá sí. Lo justo para descartarlas, para arrojarlas al vertedero de lo inasumible, de lo inútil, de lo lejano.

Siete niños mueren ahogados... Llegará el día en que leeremos estas palabras y no interpelaremos a nuestros gobernantes, ni a esa Europa de supuestos derechos protectores, ni a esas instituciones que se crearon para garantizarnos que no volveríamos a repetir los errores del pasado, para protegernos de nosotros mismos, para evitar que la barbarie fuera despachada con la indiferencia. Leeremos y no querremos chillar contra tanta pasividad. Leeremos y, simplemente, alejaremos nuestro pensamiento de esos niños tan anónimos. Tan inoportunos. Tan incómodos. Tan muertos… Llegará el día en que el uso de este futuro verbal dejará de ser correcto. Es posible que no nos demos cuenta, como ignoramos el instante exacto en que dejamos de estar enamorados o el día en que llegó el frío. Siete niños han muerto ahogados… Siguiente noticia.