Sesenta días de Sant Jordi vividos

Si no me fallan las cuentas, el Sant Jordi de este año será mi número sesenta.

El lector de estas líneas comprenderá que esta cifra impresiona un poco. Son sesenta años seguidos compartiendo en librerías y paradas a pie de calle la celebración del Día del Libro.

Desde aquella primera novela, Como cuchillos o llamas, que fue mi primer libro y ganó el Premio Joanot Martorell de 1953, hasta hoy, se podría decir que he vivido toda una vida. Entonces eran los difíciles tiempos franquistas. Publicar un libro en catalán era una rareza sospechosa. No había campañas de publicidad como las que se hacen hoy. Los libros tenían que desafiar la censura y los escritores que publicábamos en catalán los dedicábamos a nuestros lectores con una callada complicidad en una parada tolerada, la del diccionario, por delante de la que pasaban y repasaban policías de paisano.

Habiendo vivido aquella época y aquella experiencia, estos sesenta años seguidos de celebración del día de Sant Jordi, me parecen un prodigio, una historia inventada. He podido estar, un año tras otro, sin excepciones, en medio de una alegría colectiva. Siempre ha habido alguien que se ha acercado a los libros y he sentido que yo formaba parte de un gran latido tenaz y solidario.

Mis compañeros escritores y yo podríamos explicar las mil anécdotas de Sant Jordi. Mis sesenta años de participación en la fiesta me han dado muchas lecciones en ese sentido.

Padres que compran libros para los hijos, hijos que compran para los padres y los abuelos. Historias emocionantes. Una mujer me dijo, un Sant Jordi de hace ya un tiempo: «El año pasado, como cada año, mi marido le pedía una dedicatoria para su nuevo libro. Se ha muerto este invierno. ¿Quisiera dedicarle su libro de este año? Lo pondré en el estante, junto a los que usted le dedicó cuando estaba vivo».

Sesenta Sant Jordi. Qué privilegio haberlos vivido.