Editorial

Religiosos en política

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Es conocido el distinto rasero que la Iglesia católica emplea para justificar o condenar el compromiso de sus religiosos en los asuntos terrenales. Valga como ejemplo el ímpetu con que Juan Pablo II utilizó a la Iglesia polaca para colaborar en la caída del régimen comunista, al tiempo que reconvenía severamente al sacerdote Ernesto Cardenal por aceptar la cartera de Educación en los albores de la Nicaragua sandinista. ¿Cuántas manifestaciones ha organizado la jerarquía en España, con Rouco Varela al frente, cuando el poder civil ha entrado en cuestiones que consideraba propias? La lista de ejemplos sería interminable. Ahora, la polémica viene dada por las advertencias que la Nunciatura y la jerarquía han expresado ante las actividades de dos populares religiosas catalanas, muy distintas entre sí pero que participan de incómodas posiciones soberanistas. Un fenómeno que también habría inquietado al Gobierno español.

Visto desde una óptica aconfesional, no hay más opción que defender el derecho de toda persona a participar en lo público. Si ello choca con las reglas internas de un compromiso religioso libremente adquirido, es cuestión que compete y deben resolver los afectados y su comunidad. En absoluto un Gobierno. Por lo demás, la actividad pública nos iguala a todos. No es de recibo servirse del hábito para buscar ventaja o reconocimiento. Si es conveniente que los religiosos no entren como tales en política, también lo es que nadie haga política a costa suya.