La rueda

Los principios de García Márquez

JOSÉ A. SOROLLA

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Gabriel García Márquez era un hombre de grandes principios. No solo morales. Los principios de sus novelas son de una belleza literaria, una capacidad de atracción y una perfección inigualables. Por eso millones de lectores se los han aprendido de memoria. El más conocido, claro está, es el archicitado comienzo de Cien años de soledad (1967): «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo». A la misma altura, sin embargo, raya el inicio de Crónica de una muerte anunciada (1981), que tiene la dificultad superior de atraer con entusiasmo con un texto en el que en su primera línea conocemos ya el desenlace de la novela: «El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo». Y el tercero en la lista sería el comienzo de El amor en los tiempos del cólera (1985): «Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados».

Son tres principios definitivos separados por 18 años, una prueba más del perfeccionismo indesmayable de uno de los mejores escritores en español de la historia. Entre su inmensa obra destacan las tres novelas mencionadas, pero también otra quizá injustamente olvidada -o no tan citada- en las antologías. Se trata de Del amor y otros demonios, una novela que hay que leer con un lápiz al lado porque es imposible no subrayar la ingente cantidad de frases deslumbrantes que merecen ser recordadas.