El segundo sexo
Por qué se pintan ellas
Una exposición en el Museo Thyssen invita a revisar el género del autorretrato y sus motivaciones
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
OLGA MERINO
Tanto me fascina el autorretrato como manifestación artística que me viene al pelo que el Museo Thyssen de Madrid haya inaugurado una muestra al respecto para hablar del asunto. El artista y su imagen se titula la exposición, y aunque modesta, con solo 10 cuadros, contiene al menos una obra maestra, un rembrandt (Autorretrato con gorra y dos cadenas, 1642-43), y otros lienzos muy interesantes por su factura, como el de Lucian Freud Reflejo con dos niños (1965), donde el pintor coloca dos espejos -uno enfrente y el otro en el suelo, a sus pies- para plasmarse, en lo que supone un cambio radical de la perspectiva al uso, según explica Dolores Delgado, comisaria de la exhibición.
Muchos artistas se han escogido a sí mismos como modelo a lo largo de la historia: Rembrandt y Picasso se llevan la palma en cuanto a número de obras. ¿Pero por qué? ¿A qué obedece el impulso? ¿Se debe solo a una pulsión narcisista? Algo de eso hay, desde luego, y tanto la comisaria Delgado como la experta en arte Victoria Combalía, quien me ayuda a desovillar este laberinto, coinciden en el mismo ejemplo para subrayar la egolatría entre las motivaciones: Durero llega a pintarse como el mismísimo Jesucristo, el sumo creador, largo el cabello e infinita la mirada, en Autorretrato como Ecce Homo (1498).
El autorretrato despunta con fuerza en el Renacimiento, cuando el pintor abandona el anonimato del artesano y, en el tránsito, pretende reivindicar su estatus como creador, subrayar su posición social. Otros fundamentos los indujeron a plasmarse, como la voluntad de dejar constancia del paso del tiempo y su huella: Goya lo hizo en una época en que aún no había fotografías. La fugacidad de la vida y sus estragos en el rostro como inspiración. Combalía apunta que en su juventud Picasso se representó con inmensos ojos negros y ya hacia el final de su existencia como una máscara trágica y alucinada de muerte.
A menudo, pintar el propio rostro es un ejercicio de introspección psicológica, un buceo en la ciénaga de los demonios interiores con un fin liberador: Egon Schiele, Edvuard Munch y Francis Bacon, por ejemplo. Retratos agobiantes, torturados, sin piedad.
¿Pero y las mujeres? Cierro los ojos y, en un automatismo, me viene a la cabeza La columna rota (1944), de Frida Kahlo, quien se plasmó desnuda de cintura para arriba, con el espinazo partido y el torso sujeto con un corsé, claveteada y con lágrimas blancas. Las terribles secuelas físicas de un accidente cuando viajaba en autobús hicieron que, a lo largo de su vida, Frida se deshiciera en carne y pincel. Autorretratos sin compasión, con bozo y cejijunta.
¿Y las demás? ¿Se enfrentaron al propio espejo? ¿Cómo y cuándo empezaron a hacerlo? Coloco sobre el escritorio un volumen que reproduce por orden cronológico 500 autorretratos de todos los tiempos con el propósito de colocar un pósit cada vez que aparezca un rostro femenino, y así lo hago con la primera: Catharina Van Hemessen, en un retrato de 1548. Voy pasando páginas y constato cuán equivocada andaba: casi todas las artistas que en el mundo han sido se autorretratan. Y lo hacen sin conocer el trabajo de las que las han precedido, lienzos que tal vez yacían dormidos en los sótanos y desvanes de los museos.
Acabado el experimento improvisado, el canto del libro muestra que las pegatinas amarillas se multiplican a partir del siglo XX, la encrucijada donde las mujeres se incorporan a la vida laboral con plenitud. Pero no es solo eso, que también. Ocurre que el autorretrato deviene en sí mismo una herramienta imprescindible para construirse como mujer, para definir la propia identidad.
Victoria Combalía, autora de Amazonas con pincel (Destino, 2006) entre otros muchos libros, destaca que, de hecho, a partir de los años 70, muchas mujeres hacen de su rostro o de su cuerpo un «campo de experimentación», de «transgresión sexual» o de «puesta en cuestión de sus roles tradicionales» de género, tanto en el terreno de la fotografía como en el de la performance. Habla de Cindy Sherman, Fina Miralles y Esther Ferrer. Pistas interesantes.
Curioseo en Google la trayectoria de Ferrer (San Sebastián, 1937) y cazo una entrevista de hace apenas cuatro meses donde la artista reflexiona sobre el hecho de que sean precisamente las mujeres, sobre todo las jóvenes, las que más se sorprendan de que se muestre desnuda en sus performances. Y dice: «Lo hago por militancia pura y dura. Tengo derecho a ser mujer y no corresponder a los cánones estéticos al uso. Tengo derecho a ser vieja y no tener vergüenza de mi cuerpo». En otro recorte de prensa confiesa que siente el tiempo atravesándola y la que única forma de sacarse esa preocupación de encima es a través de los autorretratos.
«Pinto con mi verga», dijo Renoir. Y divinamente, por cierto. Tiempo después, ellas se atrevieron a hacerlo con los ovarios.
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