análisis

La Navidad y los regalos

La zona comercial de Portal de L'Angel, en Barcelona.

La zona comercial de Portal de L'Angel, en Barcelona. / periodico

ANTONIO ARGANDOÑA

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Antes de empezar quiero aclarar que no pretendo que el lector, que a estas alturas ya ha agotado el crédito de su tarjeta, se arrepienta de su generosidad para con sus parientes y amigos. No estoy criticándole a usted; solo quiero darle algo para pensar. Y, de paso, criticar a algunos colegas economistas, cosa muy frecuente en nuestra profesión. 

Empezaré con una cita de Harriet Beecher Stowe que encontré hace poco en un artículo del Financial Times: "En esta época del año", decía la autora de “La cabaña del tío Tom”, "desperdiciamos gran cantidad de dinero para comprar cosas que nadie quiere y a las que nadie prestará atención después de habérselas regalado".

Hace más de siglo y medio, cuando aún no se había inventado el Black Friday y otras argucias para vender más, la señora Stowe anticipaba ya la opinión de muchos economistas: muchos de nuestros regalos destruyen valor. El argumento tiene lógica. Si me gustan los bombones y una caja de buena calidad vale 30 euros, pero prefiero comprar un recambio de mi máquina de afeitar por el mismo precio, eso quiere decir que esto último es más útil para mí. Por tanto, si mi tía Filomena me regala los bombones, está desperdiciando el dinero. Desde mi punto de vista de sobrino y de mi afeitado, la señora Stowe tiene razón.

Pero ahora pongámonos en la posición de mi tía: quiere hacerme un regalo y sabe que me vendría bien algo para el afeitado. ¿Lo comprará? No: ¿a quién se le ocurre mostrar de este modo su cariño por su sobrino? Claro que podría darme los 30 euros, pero solo lo hará si sabe que necesito muchas cosas con urgencia, que no tengo dinero y no lo tendré durante bastante tiempo y ella solo puede darme 30 euros. Pero esto es más un donativo que un regalo. Y si mi tía Filomena me preguntase qué quiero para Navidad, probablemente me daría vergüenza pedirle el repuesto. O sea que acabaré comiendo bombones.

Lo cual no es una calamidad, salvo quizás para los economistas utilitaristas (dejando aparte a los médicos). Los bombones me hacen feliz (suponiendo que no me creen problemas médicos), pero no me atrevo ni siquiera a pensar en ellos, porque en mi presupuesto no cabe ni una bolsita de cuatro unidades. De modo que una caja de 30 euros sería algo así como el paraíso; yo no me atrevería a gastar mi dinero en ella, pero si me la regalan los disfrutaré, aunque vaya mal afeitado durante unos meses. Un buen regalo es, pues, algo que trasciende lo que una persona puede comprar por sí misma, algo “excesivo”, que se sale de los planes del que recibe el regalo, no necesariamente porque sea muy caro. Entonces, ya no es un mal uso de los recursos.

La cultura del regalo es excelente, aunque no sea un óptimo económico para el punto de vista, un poco cicatero, de algunos economistas, porque puede ser un óptimo social: una sociedad que hace regalos debe tener muchas cosas buenas. Y es también un magnífico aprendizaje personal, familiar y social de solidaridad, amistad, simpatía y, en una palabra, de amor.

Ahora bien: ¿espera mi tía que yo le corresponda con otro obsequio para su cumpleaños, y por un valor de unos 30 euros? Si es así, estamos convirtiendo la cultura del regalo en la del intercambio, en la del mercado, que se rige por otras reglas. Bueno, esto nos lo encontramos con frecuencia: “se casa el hijo de Fulanita; tendremos que hacerle un regalo, y tendrá que ser caro, porque ellos se gastaron bastante cuando se casó nuestra hija”.

A menudo me pregunto cómo gastamos nuestros ingresos, quizás elevados, en una sociedad rica. A veces, en cosas necesarias; otras veces, en cosas más o menos superfluas, aunque naturales, porque el ser humano tiene una capacidad infinita de querer más. La cultura del regalo nos da otra clave: en ella introducimos entre nuestras necesidades las necesidades de los demás –o quizás es solo la necesidad o el deseo que nos hemos creado de mostrar así que somos civilizados, o quizás que somos superiores, o simplemente de mostrar que les queremos. De este modo, nos las ingeniamos para producir todo lo que podemos producir para maximizar nuestro nivel de vida: el consumo es una necesidad, como nos recuerdan las campañas de Navidad, y otras muchas campañas a lo largo del año. Pero, ¿es solidario comprar para regalar, de manera compulsiva y buscando la contraprestación? ¿Hay otras maneras de que tener en cuenta las necesidades de otros, sin la cultura del intercambio de regalos?