Mejor calladitos

¿Qué miedo tienen los que no están dispuestos a que se escuchen voces discordantes con el soberanismo?

MANUEL CRUZ

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Hace algunos días publicaba en estas mismas páginas un artículo titulado Teoría de la olla a presión, en el que señalaba que la sociedad catalana parecía estar cayendo abiertamente en lo que Tocqueville denominó «la espiral del silencio», uno de cuyos más claros rasgos consiste en que los individuos esconden en público aquello que piensan, acomodando sus manifestaciones ante los demás a lo que perciben como la opinión dominante en su entorno.

Como siempre en estos casos, no han faltado las respuestas, más o menos afines al oficialismo catalán, que han tildado de exagerados, cuando no de caricaturescos, mis planteamientos. O por decirlo con un poco más de precisión: me han atribuido la imperdonable falacia de convertir la anécdota (de algunas situaciones particulares) en categoría (de una presunta intimidación generalizada). Resulta revelador, en primer lugar, que semejante tipo de respuestas no haya cuestionado en ningún momento la existencia de una decidida presión por parte de los medios de comunicación públicos en favor de la opción secesionista. Por lo visto, a los oficialistas no parece importarles en lo más mínimo la escandalosa ausencia de pluralismo que se da en tales medios, como cualquier Telenotícies de los últimos tiempos, incluso escogido al azar, permite acreditar.

No deja también de llamar la atención tan benévola actitud hacia los medios afines por parte de gentes que llevan toda su vida política convirtiendo en piedra de escándalo cualesquiera anécdotas insignificantes, siempre que les permitan atribuirse el papel de víctimas. Una frase estúpida sobre el empleo del catalán proferida por un descerebrado militante del PP en un rincón perdido de la Península, o la multa a un conductor por llevar en la matrícula de su coche una pegatina (en todo caso ilegal) ilustran el tipo de anécdotas banales que -día sí, día también- se difunden con grandes alharacas, a modo de munición ideológica para que no se apague la llama del sentimiento de agravio permanente, en los medios y páginas web alineados con el soberanismo.

Me temo, por cierto, que este orden de anécdotas no resiste la comparación, en lo que a capacidad de intimidación sobre los catalanes disidentes se refiere, con las declaraciones de un presidente de la Acadèmia del Cinema Català en las que afirmaba que «cuando dé la vuelta la tortilla, los que no sean independentistas serán traidores», o con las palabras de otro presidente, el de una de las más altas instituciones culturales de este país, calificando de «colaboracionistas caseros con los antagonistas de la soberanía» a los no secesionistas.

Otra estrategia argumentativa de nuestros oficialistas es la de relativizar los reales efectos que sus reconocidos intentos de manipulación obtienen. Los ha habido que incluso se han acogido a los paralelismos históricos, a mi juicio  con escasa fortuna. Así, un prestigioso analista local restaba importancia al reproche de instrumentalización de los medios públicos catalanes con el argumento de que, a fin de cuentas, más intenso resultó el adoctrinamiento franquista y no impidió que, años después, rebrotaran los sentimientos nacionalistas.

Desafortunado argumento, ciertamente: por lo pronto, no debió resultar del todo inútil tanto adoctrinamiento cuando el dictador pudo terminar sus días en la cama. Siguiendo con la analogía, tal vez el adoctrinamiento soberanista no impida que, dentro de un tiempo, la sociedad catalana valore las cosas de otra manera a como lo hace en la actualidad (pensemos en qué quedó, tras tanta efervescencia, un plan Ibarretxe que también se presentaba como el clamor imparable de todo un pueblo), pero de momento parece claro que está cumpliendo la función para la que ha sido diseñado, a saber, advertir a los ciudadanos de Catalunya de que no conviene que hagan pública su oposición a las pretensiones secesionistas.

Están, por último, los que interpretan que es el ejercicio del derecho a decidir la única forma de acabar con todas estas discusiones, que juzgan bizantinas. Concédasele la voz al pueblo catalán, argumentan, y sabremos hasta qué punto los ciudadanos se manifiestan libremente cuando se expresan en público como lo hacen o, por el contrario, obran así porque se sienten objeto de alguna intimidación. ¿Qué miedo tienen los detractores del soberanismo a que se escuche la voz del pueblo catalán?, es la pregunta-mantra que repiten de manera casi obsesiva a todas horas estos decisionistas recalcitrantes. Parecen olvidar -o, peor aún, ignorar- que en una democracia que se tenga por deliberativa hay una pregunta previa, ineludible, que alguno de ellos debería tener, por una vez (o de una vez), la amabilidad de responder: ¿y qué miedo tienen los que no están dispuestos de ninguna manera a que se escuche en la plaza pública la más mínima voz discordante? Catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universitat de Barcelona.