La encrucijada catalana

Maquiavelo y el proceso

El escritor florentino estudió en 'El príncipe' las salidas para los territorios absorbidos por otros

XAVIER BRU DE SALA

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Maquiavelo es, con razón, uno de los autores más comentados y admirados de todos los tiempos, así que es injusta la mala fama que tiene entre quienes no lo han leído. Cada vez que tildamos una acción de maquiavélica tergiversamos su pensamiento. Quizá mejoraría el crédito de este político y escritor si supiéramos que era un gran admirador de los Borgia, Alejandro VI y César, y más de Fernando de Antequera, último monarca de la denominada confederación catalano-aragonesa, a quien en El príncipe cita siempre como rey de España (sin que aparezca Isabel, reina de Castilla, como si no existiera o no pintara gran cosa, que es lo más probable). Si los Borgia y el rey Fernando no nos caen bien, quizá nos convencerá la siguiente frase de Maquiavelo: «El del pueblo es un fin más honesto que el de los grandes, puesto que estos quieren oprimir y aquel no ser oprimido». Es lícito considerar que no estaríamos como estamos si el PP y el PSOE lo hubieran tenido en cuenta.

Dicho esto, resumiré para los lectores, a pesar de que tiene tan solo 40 líneas, el capítulo quinto de El príncipe, titulado De qué manera deben ser gobernadas las ciudades o los principados que, antes de ser ocupados, vivían con leyes propias. Lo resumo por si alguien más lo considera útil para entender mejor la situación presente del principado de Catalunya en España. Dice Maquiavelo que solo hay tres formas de mantener un país adquirido que vivía con leyes propias. La primera, destruirlo, como Roma hizo con Cartago. La segunda, ir a vivir allí, como Alfonso el Magnánimo cuando se trasladó a Nápoles (el ejemplo no es de Maquiavelo, pero podría serlo y sirve). La tercera, dejarlo vivir con las leyes antiguas sacando de ello unas rentas. Concluye este primer párrafo del capítulo con la siguiente admonición: «Es más fácil conservar una ciudad acostumbrada a vivir libre con la ayuda de los ciudadanos que de cualquier otra manera, si se quiere evitar su destrucción».

En el segundo y último párrafo del capítulo, afirma: «Quien se adueña de una ciudad acostumbrada a vivir libre, si no la destruye, que espere ser destruido por la ciudad, porque en la rebelión esta siempre encontrará protección en nombre de la libertad y de sus antiguas instituciones, que nunca olvida por mucho tiempo que pase... y aprovechará cualquier oportunidad para acogerse a ellas». Y concluye afirmando que la «memoria de la antigua libertad no los deja nunca ni los puede dejar tranquilos: en tal caso, el camino más seguro es destruirla o vivir en ella».

Donde dice destruir o destrozar, debemos entender en nuestros días asimilar, arrinconar sus costumbres y los elementos identitarios propios. Pero eso, que París cumplió gracias al formidable instrumento de la Revolución y sus valores modernos, Madrid está más lejos que nunca de conseguirlo, puesto que de Madrid solo podemos esperar valores retrógrados. En cambio, el mismo genio florentino habría quedado admirado de la persistencia de la voluntad colectiva de autogobierno de los catalanes, que ya se levantaron contra Castilla por primera vez hace más de tres siglos y medio en defensa de sus leyes e instituciones.

¿Cómo interpretaríamos hoy el «ir a vivir allí» de Maquiavelo? Podríamos llamarle cocapitalidad. La teoría maragalliana de compartir las instituciones del Estado, que fui de los pocos en aplaudir, iba por ahí. Nadie le hizo caso, de forma que esta vía también se cerró. Finalmente, queda la tercera de las opciones señaladas, que consiste en dejar que se gobierne a su manera y contentarse con la extracción de unas rentas. Esta vía sería la confederal, pero tampoco parece que, por ahora, los que mandan en España piensen hacer caso de esa otra admonición de Maquiavelo. O si piensan en algo, sería en la versión light de la primera opción, la citada asimilación. ¿Con qué instrumentos, descartado el uso de la fuerza? Con los de la seducción no cuentan ni sabrían cómo empezar (a pesar de que la seducción mantuvo unido el Quebec a Canadá en 1995). Los de la coerción y la amenaza, preferidos por Madrid, es muy probable que sean insuficientes en democracia.

De todos modos, según Maquiavelo y el sentido común hay que dejar siempre un espacio para la incertidumbre, puesto que, como reitera en su libro capital, «el tiempo se lo lleva todo, y tanto puede devolvernos bien por mal como mal por bien»; es decir, que los errores pueden tener premio y los aciertos castigo, o que juegas una lotería y quizá te toca otra, o ninguna. También la historia nos da multitud de ejemplos de eso.