Editorial

La mala salud demográfica de Barcelona

La caída de la población autóctona daña el tejido social y aviva el debate sobre el modelo futuro de ciudad

Cientos de personas visitan la Rambla de Catalunya, en la diada de Sant Jordi.

Cientos de personas visitan la Rambla de Catalunya, en la diada de Sant Jordi. / FERRAN NADEU

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La lectura de los datos sobre la evolución demográfica de la ciudad de Barcelona confirma el paulatino aumento del número de barceloneses que han decidido, de forma voluntaria o forzados por las circunstancias, abandonar su lugar natal. Un cuarto de millón de personas nacidas en la capital la han dejado desde aquel mágico año de 1992 y en la actualidad solo el 52% de la población cuenta con una partida de nacimiento local. La tendencia a la baja viene de lejos y solo el aluvión migratorio  de los años dorados de principio de siglo –y que la crisis se ha encargado de diluir– ha podido disimularla. Entre el 2007 y el 2008 se empadronaron en la ciudad 205.000 inmigrantes, lo que contrarrestó el éxodo callado pero real de muchos vecinos hacia otros municipios.

A pesar de mantener casi inalterable un padrón de 1,6 millones de habitantes, la salud demográfica de Barcelona no es buena. También aquí las estadísticas son contundentes. En el año 2014 emigraron de la capital 15.373 jóvenes de entre 25 y 35 años, franja de edad fundamental para garantizar el futuro de una colectividad. Aquel mismo año se registraron en la capital catalana 13.396 nacimientos, mientras que fallecieron cerca de 15.000. Las cifras reflejan pues un crecimiento natural negativo y al mismo tiempo un envejecimiento paulatino que sitúa en 44 años la edad media de los barceloneses frente a los 37 de los años 80.

    El fenómeno ha adoptado en los últimos años nuevos y más preocupantes perfiles, especialmente en determinados distritos de la ciudad. Bajo la difícilmente soportable presión del turismo masivo y con la llegada de grandes fondos de inversión a un mercado inmobiliario muy asequible para sus operaciones, zonas céntricas de la ciudad sufren la progresiva expulsión de los vecinos de toda la vida cuyas fincas entran a formar parte del endiablado escenario de la especulación. Más silencioso si cabe es el éxodo producido por los 'desahucios invisibles', protagonizados por familias que se ven obligadas a emigrar al no poder hacer frente a los progresivos aumentos del alquiler de la vivienda. 

La caída de población autóctona daña dolorosamente el tejido social de la ciudad. Más que nunca es imprescindible sacar adelante el debate colectivo para diseñar una Barcelona que, sin perder su brillo internacional, no expulse a sus gentes de siempre.