Crisis junto al mar Negro

Los 'nuestros' en Ucrania

Europa y EEUU pueden hacer posibles los sueños de quienes salieron a la calle por un futuro mejor

MARÇAL SINTES

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

¿Quiénes son los nuestros en el conflicto de Ucrania? La pregunta, que he oído más de una vez en las últimas semanas, tiene mucho que ver con el problema. Con el problema de Europa. Y no solo de la Europa política, sino también de la Europa cultural, intelectual, periodística, etcétera. Esta pregunta, tan propia de la Europa occidental, es en sí misma un síntoma. Y es una pregunta que no tiene sentido en Washington ni tampoco en los países que han logrado liberarse de la bota soviética (ahora rusa).

En Ucrania los nuestros, digámoslo rápidamente, son los jóvenes que ocuparon la maidán (plaza, pero también ágora) contra un régimen autoritario y corrupto. Los jóvenes que quieren ser europeos porque para ellos Europa es lo que no tienen en Ucrania y tampoco en la Federación Rusa: libertad, democracia, pluralismo, progreso. También lo son todos los ciudadanos que sueñan con un futuro mejor para ellos y sus compatriotas. Es la gente que celebró la huida de Viktor Yanukóvich, el sátrapa que había vendido su alma a Vladimir Putin.

Es cierto, claro, que en el movimiento contra el régimen participaron personas y grupos nada recomendables. Ultras, fascistas. Pero esto no puede enturbiar lo esencial, y lo esencial es que los ucranianos, Ucrania, tienen la oportunidad histórica de incorporarse al proyecto europeo.

Únicamente en una Europa miope, desconcertada e insegura, enferma de posmodernidad, por decirlo así, son posibles dudas sobre de qué lado debemos estar.

¿Y la independencia de Crimea? Bien, a lo que hemos asistido es, básicamente, a la anexión de la península por parte de la Federación Rusa. Porque el referendo ha sido el medio para legitimar la ejecución de los planes de Moscú. Y no es aceptable la manera como esto se ha producido, aunque haya habido votaciones. El referendo se ha hecho bajo el asedio armado ruso, se ha organizado y llevado a cabo en apenas unos días, sin posibilidad para un debate que merezca considerarse un debate democrático, y, también, en ausencia de cualquier garantía que permita afirmar que el proceso y el cómputo han sido limpios.

Pero si se hubieran cumplido las condiciones de transparencia y democracia anteriores, personalmente no tendría ningún inconveniente en que Crimea se convirtiera en independiente y, a continuación, se federase con los rusos (todo el mundo tiene derecho a elegir, aunque signifique poner muescas bajo el yugo de un régimen de oligarcas, totalitario, corrupto y antiliberal -y homófobo-, además de imperialista).

Ya que hablamos de ello, cabe decir que, en relación a la ideología de Putin, no hay como leer a Alexandr Dugin. Este, un tipo demencial y, tal vez nada paradójicamente, seguramente el pensador más influyente en Moscú en el ámbito de la política exterior y geoestratégica en estos momentos, ha logrado amalgamar lo peor del fascismo y lo peor del comunismo, todo aderezado con el nacionalismo imperialista, lo que se ha denominado el neoeuroasianismo.

Como apuntaba hace poco Timothy Garton Ash, la batalla acaba de comenzar. Ucrania ha perdido Crimea, y no parece que esto tenga marcha atrás. Ahora, sin embargo, no hay más margen para las dudas, las eternas dudas, la maldita indecisión paralizante, tan europea. Es necesario que las fuerzas combinadas de Europa y de Estados Unidos hagan posible el sueño de aquellos que salieron a la calle porque quieren un futuro mejor. Y no será fácil.

Putin, el antiguo espía, ha presentado la anexión de Crimea no solo como la recuperación de un territorio que fue ruso hasta 1954, sino también como una operación de salvación étnica, es decir, lo mismo que alegó Hitler para apropiarse los Sudetes en 1938, lo que consiguió gracias al concurso de los miedos y el espejismo de la contención encarnados por Neville Chamberlain y Éduard Daladier.

Los objetivos occidentales no pueden ser otros que luchar por la integridad de Ucrania (evitando que se escindan las regiones orientales), garantizar el proceso electoral en marcha y la normalización democrática, y contribuir con generosidad a estabilizar la maltrecha economía del país. No es poca cosa, pero, si se consiguiera, ayudaría además a empezar a poner en su sitio al macarra de Moscú.

Eso sí: la operación requiere coraje. Es decir, estar dispuesto a pagar un precio por los principios y los valores, por las propias convicciones.