Análisis
Los míos nunca se equivocan
El 17-A ha retratado un país de gentes tensionadas y alineadas en dos grandes familias en disputa por el futuro
Jordi Mercader
Periodista.
La tragedia provocada por los terroristas ha servido para poner en valor la solidaridad ciudadana, pero también ha retratado un país de gentes tensionadas y alineadas en dos grandes familias en disputa por el futuro, en el que lo relevante para las partes no es tanto lo que sucede sino quién dice qué y a quién beneficia lo que dice. Nadie escucha a nadie ni quiere entender a nadie que no sea de los suyos. El atentado habrá permitido al mundo tomar conciencia de la distancia sentimental, simbólica y conceptual existente e irreprimible entre muchos catalanes y muchos españoles, comenzando por sus respectivos gobiernos. Ya la sabíamos. Lo que no tenemos asumido todavía es esta brecha surgida entre catalanes por la desaparición, esencialmente, del sentido crítico.
La policía de la localidad belga de Vilvoorde dijo haber informado a la policía española de sus sospechas sobre el imán de Ripoll. El universo independentista no dudó de la veracidad ni de la gravedad de que se hubiera despreciado dicha alerta. Se lanzaron a sacar partido: el Estado no transmitió información clave a la Generalitat para hacer fracasar a los Mossos; ni un minuto más con esta gente que juega incluso con la seguridad. Luego resultó que la información había llegado a los Mossos. Para los primeros, todo se convirtió en una burda maniobra de intoxicación para desprestigiar a Catalunya. Existe un interés evidente en ciertos medios para relativizar la operación de la policía catalana --que como mínimo puede decirse que fue homologable a cualquier otra policía europea--, pero no en Bélgica.
El desafío del 1-O
El Gobierno español quiso sacar ventaja del atentado apelando a la inconveniencia de mantener vivo el desafío del 1-O en tales circunstancias, en las que sería prioritaria la unidad para combatir al terrorismo. Y por ello fue criticado justamente por el entorno de opinión del Govern catalán. Poco después, cuando empezaron a llegar a Barcelona autoridades de los países de origen de las víctimas, las mismas voces que afearon aquella manipulación de la tragedia no pudieron resistir la tentación de felicitarse por el protagonismo internacional de la Generalitat: ¡Decían que nadie nos hacía caso y ahora hacen cola para ver a nuestro 'conseller' de Exteriores!
Los nuestros nunca se equivocan. Si la Generalitat puede asumir protagonismo, bravo: el Estado retrocede. Si el Rey y los ministros se presentan en Barcelona, alerta, quieren españolizar la tragedia. Si el presidente Rajoy se empeña en no citar por su nombre a los Mossos para reconocerles su trabajo, o se resiste a considerar el dolor conjunto de catalanes y españoles, siempre hay quien recuerda para tapar este error que a las autoridades catalanas se les ha olvidado el nombre de España e incluso diferencian a las víctimas catalanas de las españolas. La cuestión es no ceder, confiando en que el papanatismo reforzará sus respectivos proyectos políticos, como si la autocrítica fuera sinónimo de debilidad. A fuerza de tanto acertar, incluso los nuestros pueden llevarnos al desastre.
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