Dos miradas

La llamada

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Cuando empezaron a circular las denuncias por agresiones sexuales a menores en el seno de la Iglesia católica, nos enteramos al menos de dos cosas: el escándalo era monumental -tanto por la ignominia que generaba como por la cantidad de casos que salían a la luz- y había mucha gente que ya lo sabía. Lo sabía y lo escondía (lo tapaba) y arrinconaba discretamente a los culpables. Este fue uno de los legados más sórdidos del papado de Juan Pablo II. El ahora santo consintió o miró hacia otro lado o permitió casos como el del infame Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo.

Con la llegada de Benedicto XVI, honestamente comprometido en la lucha contra la pederastia pero a la vez temeroso de las consecuencias económicas y sociales, empujado por un deber moral pero también por deudas e intereses mundanos, se optó por asumir la culpa sin sangre: retiros espirituales y poca justicia penal. El gesto del papa Francisco (llamada personal a la víctima granadina que promueve la denuncia y también la asume como propia) es un cambio radical. No puede haber piedad ni medias tintas vaticanas para quien abusó tanto del poder. Cuando Bergoglio dijo que se sentía llamado a hacerse cargo «de todo el mal que han hecho algunos sacerdotes», nos remitía a la auténtica piedad cristiana: la asunción del sufrimiento del otro, la empatía con el dolor. Y aún más: el castigo necesario y no el conventual escondite.