Dos miradas

Lear camina

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Se pueden escribir muchos elogios del montaje que Lluís Pasqual ha hecho en el Lliure de esta «catedral del teatro» que es El rei Lear. Se puede empezar, por ejemplo, por el espacio desnudo, horizontal, que se convierte en montaña y desplazamiento, en falla y terremoto, en corteza que se fractura y se repliega. Se puede hablar también de la constante transformación del paisaje, lenta y persistente acuarela de nubes, o de la presencia inquietante de la música, del órgano como una cortina de terciopelo, o del canto monódico que incluye y acentúa la reflexión moral sobre el amor y la sinceridad y también, como dice Pasqual, sobre «la crueldad, la vileza y la indiferencia». Se puede añadir que este Lear consigue uno de los prodigios más difíciles de ver en un teatro: la transmisión de la verdad, la asunción -por parte de quien mira- de una mirada que participa de la convención teatral y que, a la vez, asume la certeza de estar ante un acto sincero. Y de una Espert transmisora de sabiduría, que subyuga porque es ella misma, anciana, quien nos habla de un anciano que no es altivo sino que camina y demanda piedad.

Esta es la clave. Decía Steiner que «el europeo es un caminante», y aquí todos lo son. De un lado a otro, no a través de la geografía sino en contra de la tormenta incesante, encorvados por el peso «de este tiempo de tristeza». Un camino de conocimiento: de la credulidad a la locura y, de esta a la razón que presagia la muerte.