Las polémicas idiomáticas

Las tribulaciones de Joan Laporta

El régimen lingüístico de la justicia española conserva semejanzas con el de un sistema colonial

ALBERT BRANCHADELL

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

El 2 de marzo, el ciudadano Joan Laporta tenía que declarar ante el juez Antonio Morales y quiso hacerlo en su lengua habitual catalana, una posibilidad prevista por la legislación vigente y amparada por la Carta Europea de Lenguas Regionales o Minoritarias.

Aclarémoslo: no se trata de que el juez prohibiera a Laporta declarar en catalán; como suele suceder en estos casos, le invitó a hacerlo en castellano, y ante su inesperada negativa propuso aplazar la declaración con el argumento de que en ese momento no disponía de ningún intérprete. Y el problema tampoco es que el juez Morales no entendiera el catalán (lo utilizó en el rifirrafe con Laporta), sino su presunción de que el abogado de MCM, Mario Conde, era incapaz de entenderlo.

Más allá de las particularidades de este caso concreto y del posible interés de Laporta en aprovechar la situación para realzar su patriotismo y poner en segundo plano el contenido de la declaración, los hechos del 2 de marzo sirven para recordar algunas imperfecciones del plurilingüismo institucional en España.

La ley orgánica del Poder Judicial permite a los ciudadanos utilizar una lengua oficial diferente del castellano tanto en manifestaciones orales como escritas, pero en el caso de las orales no sitúa la garantía de comprensión en la obligación de los jueces de entender esa lengua sino en la mediación de «cualquier persona» que la conozca, elevada por arte de magia a la categoría de «intérprete». Si ya es raro que una declaración hecha en una lengua oficial tenga que ser traducida (eso es propio de lenguas no oficiales), todavía más raro es que cualquier persona pueda ejercer de intérprete, sin ninguna capacitación profesional (a diferencia de lo que pasa con las lenguas no oficiales). El resultado neto de estos dos factores es previsible: la mayoría de ciudadanos que podrían declarar en su lengua propia catalana optan por hacerlo directamente en la lengua castellana del juez. Grosso modo, visto desde las comunidades autónomas con lengua propia el régimen lingüístico de la Administración de justicia española conserva inquietantes semejanzas con el de un sistema colonial.

Lo de Joan Laporta acaso no es una situación de discriminación lingüística flagrante como las que la Plataforma per la Llengua recopiló en un informe del 2013, pero es indudable que las personas que como él se sienten más cómodas expresándose en catalán se encuentran en una situación de desventaja cuando topan con la Administración de justicia española.

¿Cómo se resuelve esto? Para un sector importante de la sociedad catalana, la única manera de poner fin a episodios bochornosos como los del 2 de marzo consiste en construir un Estado propio. Aquí la política comparada nos puede ayudar a relativizar. Los quebequeses, los flamencos o los suizos francófonos no disponen de un Estado propio y sin embargo no se encuentran en tesituras como la de Laporta ante el juez Morales. Por otra parte, los irlandeses o los bielorrusos sí disponen de un Estado propio y para ellos declarar en irlandés o en bielorruso puede ser toda una aventura. Es verdad que el balance de casi 40 años de autonomía no es muy alentador: el Poder Judicial español se ha constituido en muro y no ha habido manera de introducir el requisito del conocimiento del catalán para el colectivo de jueces, magistrados, fiscales y secretarios judiciales que ejercen en Catalunya. Y las sucesivas campañas de la Generalitat para fomentar el uso del catalán en la Administración de justicia, como otras campañas, han resultado esencialmente inanes. (La última campaña parecía estar inspirada en lo que le sucedería después a LaportaPots declarar en català. No canviïs de llengua, rezaba el folleto de turno.) Pero sigue siendo cierto que disponer de una Administración de justicia verdaderamente plurilingüe es independiente de la independencia.

Por otra parte, en este tipo de discusiones nunca deberíamos perder de vista la existencia de situaciones en las que la persona que se encuentra en desventaja es la que prefiere expresarse en castellano. Porque haberlas háylas y periódicamente el Síndic de Greuges de Catalunya las explica en los informes que envía al Parlament. Entre el 2008 y el 2013 el Síndic recibió 296 consultas sobre vulneración de derechos en el uso del castellano y un total de 90 quejas (por 176 referidas al catalán). En el campo soberanista hay quien cree que en un escenario de Estado propio este tipo de ciudadanos ya no podrán quejarse porque la desoficialización del castellano les dejará sin los derechos lingüísticos que invocan ahora en sus quejas. Por suerte, son cada vez más las voces que entienden que construir un Estado propio es algo que no puede hacerse a base de limitar, reducir o incluso suprimir derechos de los que gozan actualmente sus futuros ciudadanos.