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Las mariposas

dominical 620  seccion trueba

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DAVID TRUEBA

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Conocí a Charlie Haden demasiado tarde en su vida. Me crucé con uno de los mejores contrabajistas de la historia del jazz de esa manera atrevida que tenemos los cineastas. Hace exactamente un año, cuando terminaba el primer montaje de mi última película, entre dudas y extrañas asociaciones mentales, decidí que la mejor música posible para acompañarla tenía que salir del contrabajo de Haden. No lo conocía en persona, pero conseguí el mail de su representante y le escribí una carta contándole el proyecto y quién era yo. Me sorprendió la rapidez de su respuesta, quería ver la película. Dos días después se declaraba enamorado de ella y comenzamos a hablar por Skype e intercambiar ideas. Yo sabía que Charlie Haden tenía una sensibilidad especial hacia España porque conocía sus versiones con la Liberation Orchestra donde demostraba conocimientos y cercanía con la guerra civil española, y en alguna composición preciosa para celebrar su último amor con Ruth se mezclaba el azar de la memoria española.

Cuando entré en su casa en Malibú, al lado del estudio que había reservado para la grabación de la música, tuve la sensación de que nos conocíamos desde hacía mucho tiempo. Nuestra conversación arrancó en ese lugar de familiaridad en el que arrancan las conversaciones interrumpidas entre amigos que repasan las fotos de sus hijas. No nos remontamos a su historia personal hasta que los estragos de la polio le obligaron a explicarme cómo había sufrido la enfermedad cuando era adolescente y cómo le había afectado a las cuerdas vocales de tal manera que tuvo que renunciar a cantar la música country, que interpretaba con su familia bajo el nombre de Cowboy Charlie. Esa enfermedad cambió su vida y lo transformó en contrabajista de jazz, con unas primeras lecciones aceleradas que lo llevaron hacia la negritud, la calle y una vida de adicciones a la altura de los mitos que trató y acompañó, especialmente Ornette Coleman. Obsesivo y firme, igual que fue adicto a la heroína, lo fue a los zumos de zanahoria, a las ideas progresistas y al cine negro, que recreó en sus atmósferas con el extraordinario Quartet West.

Pero si en la vida de Charlie aparecían geniales colaboraciones entre generaciones, con pianistas como Gonzalo Rubalcaba Keith Jarret, era más bien su sensibilidad hacia lo español lo que me hacía sentir a gusto con él. Ha muerto exactamente un año después de que ya su impotencia nos señalara a los dos que el final estaba cerca. Con aquel enorme contrabajo del XIX apoyado en su cuerpo roto y una sonrisa blanca, me regaló los discos que me faltaban y se empeñó en que oyera una canción cubana que le venía fascinando de tiempo atrás en la voz de Pedro Luis Ferrer, 'Mariposa'. La escuchamos juntos y por encima inventaba el arreglo de contrabajo que le haría en otra vida musical nueva si se le concediera. Y en la puerta de su casa, el día que pasé a despedirme tras la grabación de la banda sonora, volvió a recordarme la pieza. “Ay, mariposa, sé que en el mundo hay dolor, pero no es dolor el mundo, querido David”, me dijo entonando la letra de la canción. Esas mariposas musicales que él alcanzó y puso en muchas de las piezas que interpretó con el contrabajo sonando alto, alto y poderoso, como exigía siempre que sonara en sus conciertos.