Los credos y los conflictos
Las etnias, el rayo que no cesa
La paz no llegará nunca al mundo si seguimos enzarzados en fes ultraterrenales irracionales
Salvador Giner
Sociólogo
SALVADOR GINER
«En el fondo, todo conflicto es de clases», solían afirmar los progresistas. Tal como están también las convicciones de los ingenuos que aún nos confesamos partidarios del progreso -la paz, la solidaridad, la distribución de recursos-, convendría que se reexaminase ese supuesto. Es demasiado cómodo para ser verdad. Cuando era una creencia compartida por la izquierda, se elaboraba un argumento más o menos retorcido para ir a parar a aquel «en el fondo» que es la parte dudosa de la expresión. No todo conflicto es, en el fondo, de clase.
Las mortíferas guerras tribales recientes en África central tal vez fueron también, en el fondo, hijas del del viejo colonialismo europeo. O hasta también la yihad islámica, que desde la destrucción de Atocha y las Torres Gemelas hasta hoy mismo no hace sino causar muertos y dolor. (A propósito: ¿qué se ha hecho de las niñas raptadas en masa en Malí?, ¿dónde están?) Apaciguar la llamada yihad, acallarla o extirparla no se consigue con restañar las heridas de antaño, reales o imaginarias. Así, la idea que la milicia de Boko Haram, en África, tiene de Occidente y sus males es más demencial aún que la que los antiguos carlistas vasconavarros tenían del liberalismo hispano. O la que la extrema derecha francesa o británica tiene hoy de la humanidad en general.
Las luchas entre creencias y mitos que se niegan unos a otros no responden a imaginarias luchas de clase. Hay algunas coincidencias entre clase y creencia, pero no siempre. Pero ya es hora de que entendamos con claridad que aquello que se dice, su valor a primera vista, es también la causa del daño. A los cristianos perseguidos en Oriente Próximo en ese artificial constructo semiestatal que se llama Irak se les hostiga y escarnece solo porque son cristianos. Lo mismo les ocurre a los yazidís -de los que nadie parecía haber oído hablar- en la misma zona, mientras que a los kurdos, a horcajadas de varios estados, se les niega el derecho a existir como pueblo aunque sean millones. Los combates, el terror, el exilio masivo y la guerra exacerban aún más la etnicidad. La religión, que casi siempre va unida a ella, no hace sino atizar el fuego del odio. Al infiel se le hace literalmente la vida imposible.
Se persigue a cristianos en Pakistán o a chinos en Indonesia, y se les ataca con una ferocidad comparable a la que enfrentó a católicos y protestantes en la Europa de ayer. Por no hablar de los criminales enfrentamientos entres sectas y castas en el subcontinente indio. Los ataques de los chinos de la etnia dominante, la han, a los musulmanes de Sheng-xian o los budistas del Tíbet ocupan menos espacio mediático del que deberían. Téngase el coraje de una vez de denunciar las raíces religiosas del mal y la justificación del odio. Y ténganlo quienes alardean de fe sin pruebas fehacientes de que sea ella lo que nos hace menos inhumanos, menos crueles con el prójimo.
No debería importar si «en el fondo» o donde sea hay causas ocultas y misteriosas de las desgracias que nosotros mismos nos fabricamos. Hamás tendrá sus bestiales razones para acribillar con misiles el territorio israelí y matar a esa cincuentena de soldados y algunos civiles, incluso niños. También es para rasgarse las vestiduras un Egipto que ha aislado a Gaza sin piedad aunque ahora se ofrezca para mediar entre el Gobierno palestino y el israelí. Ya era hora.
La intervención pacificadora, bajo la ONU, de las potencias mundiales concertadas en zonas como las señaladas es una opción demasiado sensata para que nadie la tome en serio. Unos dirán que Rusia, enzarzada en recuperar la Ucrania del Este, no está en condiciones. Otros, que tampoco EEUU porque su presidente quiere acabar en paz (para él, claro) su último mandato. Y nuestra Europa no ha logrado aún consolidar un ejército común de intervención humanitaria. Cuando llegue será demasiado tarde.
La paz no llegará nunca si seguimos enzarzados en fes ultraterrenales irracionales, repletas de odios incompatibles entre sí, y solo sabemos elevar muros entre la gente. China nunca paró una invasión bárbara. La muralla romana en Escocia, tampoco. Las vallas de Ceuta y Melilla no sirven de mucho. Tampoco servirán los discursos encendidos para poner fin definitivo al sufrimiento de Gaza. Quienes dan aire a Hamás -entre ellos algún príncipe medieval árabe, como el que desde Catar financia al Barça- también hostigan a Israel. Pero que nadie espere que Israel deje de defenderse con las armas si sus enemigos acribillan su territorio con misiles. Alguien se los suministra. Mientras tanto, siguen aquí o allá las guerras del infiel contra el infiel. Que no nos engañe la tregua (dicen que indefinida) en la torturada Gaza. Mientras unos adoren a unos dioses y los demás a otros, habrá hombres dispuestos a matarse en su nombre.
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