a pie de calle

Las escuelas abandonadas

Un aula vacía, con batas de alumnos de primaria, de una escuela del Eixample.

Un aula vacía, con batas de alumnos de primaria, de una escuela del Eixample.

JOAN BARRIL

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Solo los grandes silencios provocan un estruendo mayor que los grandes ruidos. Eso es lo que sucedió ayer a las puertas de todas las escuelas sometidas a la juerga de Semana Santa. ¿Qué queda de una escuela cuando ya no hay niños en su interior? Los patios vacíos parecen ciudades abandonadas. Se escucha el crujir de los aros de baloncesto, el rumor de los árboles, el polvo de los fosos de arena. De vez en cuando un gato policía pasa impunemente por la superficie de un juego interrumpido. En algunos lugares algunos operarios han aprovechado la deserción de los alumnos para repintar líneas en el suelo o para reparar todo aquello que la erosión infantil ha ido provocando.

En el interior de esas escuelas abandonadas todavía se huele a tiza y restos de suculentos bocadillos. En las aulas menores las batas alineadas cuelgan inmóviles como si cada aula fuera una sala de banderas con oficiales en plena rendición. Una escuela vacía siempre ofrece al visitante ese polvillo de sabidurías muertas que se nos cuela por la nariz. En los patios desiertos los balones se deshinchan al no tener ninguna pierna que les impulse. Una escuela vacía es como un banco de dinero hueco.

Calles en silencio

3 Y luego está la sorpresa de las calles. Los vecinos se relajan cuando dejan de escuchar el griterío de las pequeñas masas. ¿Qué se deben decir esos niños y niñas cuando salen del redil de la clase? Las niñas se entretienen en un rincón. Los niños se empujan entre sí. A veces la toman con uno de sus compañeros para hacerle la vida imposible, porque la infancia es cruel y la infancia en grupo es una herramienta de choque. En las calles cercanas a las escuelas los tenderos salen al exterior y piensan que la vida en silencio fructifica las ventas. Los vendedores dechuches, en cambio, sienten que ese silencio se posa sobre las gominolas hasta que la crisis económica de las mercancías mínimas acaba siendo tan grave como la de los grandes bancos.

¿Y dónde están los niños en esos días de Semana Santa? ¿A qué lugar han ido a parar en su forzado exilio? Porque las calles siguen tomadas por turistas menudos, gente que también ha dejado su escuela vacía en los países del norte y que ahora se asoman a ciudades nuevas que aspiran a lo que algún día será el triunfo de la especie. De la mano de sus padres esos niños turistas también desearían entrar de realquilados en una escuela ajena para experimentar el tacto de los pupitres y la luz diurna y prolongada del Mediterráneo.

¿Y qué harán en esta semana extraña, con un Sant Jordi despistado y unas rosas transatlánticas, los policías municipales que a las nueve de la mañana y a las cinco de la tarde intentan poner de acuerdo la movilidad de la vida del presente y la esperanza de la vida futura? Pasarán los días y no sabremos qué hacer con ellos. Las pantallas telemáticas sacarán humo desde sus casas y las escuelas seguirán ofreciéndose a la mirada adulta como los restos de antiguas academias tragadas por la vegetación rampante de todas las junglas.

Las escuelas vacías son el reposo del guerrero docente y el desconcierto de unos padres que no saben qué hacer cuando se encuentran cara a cara con sus hijos solitarios. Por suerte para ellos la Semana Santa solo dura una semana, pero intuyen que el desconcierto será eterno.