Editoriales
Las cuentas de la reforma de Wert
Uno de los aspectos más singulares del ordenamiento constitucional español es que en la distribución de las competencias entre las comunidades autónomas y la Administración central no siempre quien paga manda. O dicho de otro modo: el que manda casi nunca paga. Ocurre, por ejemplo, en materia educativa, totalmente transferida, pero que debe someterse a las leyes orgánicas sancionadas por las Cortes. Sin embargo, el coste de su aplicación, cuando lo tiene, va por cuenta de las administraciones territoriales.
La memoria económica de la ley orgánica de mejora de la calidad educativa (LOMCE), puesta en marcha por el ministro José Ignacio Wert y que tanta polémica ha desatado especialmente en Catalunya, establece que su coste será de solo 7,5 millones de euros en sus dos primeros años de aplicación: el 2014 y el 2015. Y que correrá a cargo del Ministerio de Eduación. A partir del 2016, el balance entre los ahorros que la ley pueda generar gracias al nuevo bachillerato, que reduce las opciones y especializa a los institutos, y el coste de la renovada formación profesional será negativo, y no se sabe a cargo de qué cuentas públicas irá. Cabe sospechar que será endosado a las autonomías, como sucederá con la inversión que requerirá la reducción de la tasa del abandono escolar temprano del actual 30,6% hasta el 10% que ha marcado la Unión Europea como objetivo para el 2020. La memoria de la ley cuantifica el coste económico de la mejora de los objetivos docentes, que corresponderá pagar a cada «administración educativa» en función de sus propias decisiones.
No es únicamente una reforma decidida desde Madrid que deben pagar las comunidades autónomas, sino que deja abierta la puerta a la competencia entre estas para mejorar las evaluaciones de sus estudiantes. Todo dependerá de la inversión de cada una de ellas. Es difícil entender que el mismo Gobierno que se preocupa por la unidad de mercado y porque el uso de las lenguas propias de cada territorio no dificulte la movilidad de los españoles fomente en paralelo la competición educativa. Es una aparente contradicción, pero que conecta con la ideología de quien dirige el ministerio, tan partidario de la enseñanza privada, de los valores que esta conlleva y de la mal llamada libre elección de los padres.
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