De padres e hijos

La guardería nacional

Asistimos a una exaltación superficial de la juventud y hemos renunciado a dictarle normas de conducta

JOAN BARRIL

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De la misma manera que lo importante de la lectura son las relecturas, también el cine merece ser revisitado de vez en cuando. En las imágenes de una película de diez años se ven cambios sugerentes: el estilo de los vestidos de sus protagonistas, los modelos de los coches que circulan por las carreteras, los titulares de algún periódico abandonado. El cine revisitado es el acta notarial de que nosotros también hemos vivido.

Pienso en esta transgresión del tiempo después de haber sonreído una vez más con el espléndido filme de Nani Moretti titulado Caro diario. Hay en esta cinta un momento que resume la pequeña tragedia humana. Moretti llega al lungomare de una de las islas Eólicas y se dispone a llamar a sus amigos desde una cabina telefónica. Al otro lado del hilo se escucha la voz de un niño que se ha levantado antes que sus padres y que considera que el teléfono no es una herramienta de comunicación sino un simple juguete. A pesar de sus ruegos, Moretti no puede establecer comunicación con sus amigos y se ve obligado a mantener una suerte de diálogo gutural con el rey de la casa.

Desde los tiempos de aquel rodaje han desaparecido las cabinas telefónicas, ha desaparecido Berlusconi, han desaparecido casi los diarios de papel, incluso es posible que el propio Moretti también esté en trance de extinción. Pero el rey de la casa continúa llevando en su mano el cetro de su poder, que no es otro que el teléfono.

Asistimos a una exaltación superficial de la juventud en la que lo único que cuenta es ser biológicamente fuertes, económicamente productivos y estéticamente bellos. La fortaleza biológica se degrada con el tiempo, la belleza corporal se vive como lo único que les queda en el reino de la apariencia y la productividad económica les manda a la emigración forzosa. En el fondo de esos despropósitos se encuentra una sobreprotección de los herederos. Los padres hace tiempo que han inventado para ellos una vida delegada sustentada por maestros mal pagados, colegios concebidos como la marca de fuego del ganado y lenguas oficiales siempre sometidas a criterios políticos. A los padres contemporáneos, esos que dejaban que su hijo respondiera al teléfono en el filme de Moretti, ya solo les queda el control de saber dónde se encuentran. En el aprisco familiar, el padre se ha convertido en un pastor a distancia y los hijos son simplemente los huéspedes. Cuando estos adolescentes mimados, ensalzados y castrados en sus perspectivas profesionales se den cuenta de la gran estafa a la que su frivolidad y la renuncia de sus padres les ha llevado, entonces será demasiado tarde y se encontrarán chapoteando en el vestíbulo de la vejez.

Decía Platón que conocer era recordar. ¿Qué podremos recordar más allá de las pantallas? Hoy la vejez ya ha dejado de ser saber para ser definida como un ámbito de retraso. El viejo es un inadecuado que no acepta las vertiginosas novedades. Cuando se habla de la famosa e insultante fractura digital no hay nadie dispuesto a tender puentes sobre el abismo. No solo eso: incluso el amor ha sido marginado de la vejez y solo de vez en cuando las hazañas amatorias de prohombres de la cultura son consideradas como una envidiable situación económica y social que atrae a sus jóvenes parejas. Todo eso no se aprende en la gigantesca guardería nacional en la que hemos convertido este país, pero los futuros viejos, insuficientemente entrenados para vivir la realidad no virtual, lo comprenderán cuando ya sea demasiado tarde.

Hemos renunciado a dictar normas de conducta para los más jóvenes. No nos hacían caso y todavía teníamos cosas más importantes para hacer que ejercer de sargentos chusqueros sobre una tropa demasiado pagada de sí misma. Pero tampoco hemos dejado a los viejos la más mínima posibilidad de encontrar sus dosis homeopáticas de autoestima. El viejo se encuentra preso de la tenaza entre una juventud cautiva de las máquinas y un Estado que solo les ofrece una dolorosa eutanasia. El viejo debe improvisar para sobrevivir en paz consigo mismo. Si se conmueve demasiado dirán que sufre arterioesclerosis. Si se dedica a contarnos chistes y a hacer juegos de palabras, los jóvenes considerarán que no acepta la vejez. Se le exige que participe en las conversaciones, pero deberá ir con cuidado si repite alguna anécdota. Mientras tanto, el viejo continuará su trabajo voluntario mientras sus hijos se dedicarán a ocupar la noche y a esperar a que el mercado les dé una oportunidad sin moverse de la cama. No es el apocalipsis, pero algo está chirriando en nuestra precaria visión del futuro. Ni el propio Nani Moretti lo habría hecho mejor. Periodista.