Artículos de ocasión
Huérfanos de 50 años
David Trueba
Director de cine
DAVID TRUEBA
Definitivamente hay toda una generación ahí fuera que se ha quedado sin padre. Y ha sido la mía. El alargamiento de la esperanza de vida ha provocado que seamos la primera generación que ha visto morir a sus padres cuando ya éramos adultos entrados en años. No se puede generalizar, pero llegar a tan viejo como se llega hoy en día permite que la orfandad se viva en otro momento. Sin embargo, no deja de ser una experiencia traumática. Como soy el hermano pequeño de ocho, tuve un padre casi abuelo, pero he llegado a conocer en nuestros días a una señora de 85 años que me comentó con naturalidad que estaba esperando a que se muriera su madre, de 106, para empezar a vivir la vida con un poco de independencia. Al mismo tiempo esta nueva esperanza de supervivencia permite que muchos hijos convivan con sus padres hasta cumplir los 40 o 50. Sirve entre otras cosas para capear la crisis y la burbuja inmobiliaria, en un festejo de las familias latinas frente al desarraigo de escandinavos y anglosajones, que se van de casa a los 20 para no volver ni en sueños.
Los ancianos de hoy cuentan con una propina para poner en orden la natural reconciliación con los hijos, porque nada reconcilia más a padres e hijos que el tiempo te permita cometer los mismos errores de tus antecesores y valorar sus pequeños aciertos que tan desapercibidos te pasaban. La literatura ha tenido siempre un género preservado que consiste en la copla a la muerte del padre. De Manrique hasta nuestros días, el duelo por la pérdida de un padre o una madre conforma un modelo narrativo tan claro y preciso como la novela de formación, el crimen en Escandinavia o la epopeya romanticona. En los últimos meses, nuevas aportaciones del dibujante Paco Roca, el cómico Pablo Carbonell o del cantante Quique González han engrandecido la visita a la casa de los padres muertos, convertida también en una especie de invitación, reto y recuerdo. Papa, la casa huele a mama, canta Quique González con su cadencia dylaniana en el último disco que nos ha regalado.
Hacer arte con el dolor, con la ausencia, con el duelo, con la búsqueda del tiempo perdido, de la conversación aplazada, del encuentro nunca tenido, es un reto. Porque es bien fácil caer en la terapia, en la autoayuda, en el marasmo incontenible de sentimientos en exhibición patética. Se trata de proponer un lugar de encuentro con las emociones compartidas. Me he dado cuenta de que mi generación se ha quedado sin padres al leer sus libros, escuchar sus canciones, atisbar lo que andan haciendo. Y se aprecia esa reconciliación que ha dado el vivir más años, el tener tiempo para encontrar un punto de acuerdo, de perdón, de comprensión entre alguien que pasa de los 80 y otro que roza los 50. Mucho más aceptable que esos padres muertos cuando tenías 20 años y aún estabas devorado por el rencor, la pelea, el desafío, algo tan común en generaciones anteriores. La orfandad es de esas ausencias para las que no hay reparación, porque uno no encuentra otro padre u otra madre para emprender un camino nuevo. Son ausencias que crecen, porque uno se pasa la vida reencontrándose con sus padres en cada episodio vital, si es capaz de reconocer con humildad que otros transitaron antes que él por los capítulos imprescindibles del libro de existir.
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