Cinco años de la muerte de un referente

El hombre que desafió a las sombras

La filosofía de Vicente Ferrer sigue siendo más necesaria que nunca ante un mundo tan injusto

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JORDI FOLGADO

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En la familia veíamos a nuestro tío como un personaje de una novela de Rudyard Kypling o de un diario del explorador Richard Francis Burton. Este último decía que el problema en la India era que los británicos no hacían ningún esfuerzo por comprender a la población nativa. Todo lo contrario de lo que consiguió Vicente Ferrer, que con su paso firme por la árida tierra de Anantapur llevó a cabo una revolución silenciosa que devolvió la voz y la palabra a millones de seres humanos que vivían en la nada.

De pequeños esperábamos con ansiedad sus cartas, que llegaban en sobres de papel manila con los ribetes de rayas azules y rojas. Nunca se sintió un extranjero en la India. Todavía recuerdo la impresión que me causaba ver aquellas primeras fotografías de un mundo radicalmente empobrecido y distinto al nuestro.

Aquellas misivas y las historias que escuchábamos de nuestros mayores forjaron mi voluntad de lucha por alcanzar un mundo más justo y solidario. Y así hasta que llegué por primera vez a la India en 1973. Una vez conocí el proyecto de la Fundación de la mano de su fundador, mi tío, ya nunca más conseguí desvincularme. Tuvimos una relación muy estrecha. Fue mucho más que un simple familiar. Tenía una personalidad y una capacidad intelectual como no he conocido en otras personas. Él me enseñó que no puede existir un mundo posible al margen de la relación con los demás: «Sin la solidaridad la humanidad vería impedido su derecho a la existencia. Promoverla es una condición imprescindible». Impresiona comprobar que el proyecto, que empezó en 1969 con seis voluntarios, favorece hoy a más de 2,5 millones de personas.

Vicente Ferrer fue un hombre de acción. Su independencia frente a la corriente del pensamiento único y su capacidad de entrega a las demás personas le convirtieron en un ser excepcional. Sin embargo, era un hombre completamente terrenal. De convicciones y carácter fuerte, desde muy joven, y acabada la guerra, se fijó un solo objetivo: luchar para paliar el sufrimiento humano.

Siempre he creído que la persona a quien le duele el alma está un paso por delante de los demás. Siempre miró al futuro. Para mis tíos Vicente y Anna siempre quedaba mucho por hacer. Él creía que para ser cooperante hay que ser un buen hombre o una buena mujer: «Si se es una buena persona, se comprende a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses y sus dificultades, convirtiéndose así en parte de su destino». Nunca intentó imponer su fe a nadie. Sin duda, la perspectiva de desigualdad global futura es preocupante. Si las cosas continúan así, hay pocas esperanzas de que se produzca un cambio. Es probable que las desigualdades sigan existiendo y que el sistema de Estado-nación siga legitimándolas.

Una cantidad abrumadora y anónima de personas sigue esperando que luchemos conjuntamente para cambiar su destino, y unas condiciones de vida cada vez más precarias hacen que no podamos desfallecer: «La acción buena es un compendio de todo nuestro ser, del espíritu y del corazón. Se convierte en acción transformadora cuando la hacemos posible».

Cuando nos enfrentábamos a algún problema (tuvimos muchos a lo largo de los años) siempre me daba el mismo consejo: «El agua turbia no te deja ver. Espera a que la suciedad se pose en el fondo para tomar una decisión». Aquello me tranquilizaba, pero sabía que a la mañana siguiente, a las 7, ya me llamaría para saber si se había resuelto. En nuestra última conversación, la noche antes de que tuviese la embolia, le dije: «Vicente, con la ilusión con la que hablas, parece que acabas de llegar a la India. Da la impresión de que estéis empezando». Él me contestó: «Jordi, es que estamos empezando». Llevaba más de 40 años en el país, se consideraba un indio más y faltaban solo tres meses para su fallecimiento.

El modelo de desarrollo que supo impulsar ha devuelto la dignidad a millones de personas. Fue un visionario tenaz. Su paso por la vida ha conseguido dotar de dignidad y derechos a infinidad de personas que hasta entonces eran solo sombras en la oscuridad. Su filosofía de vida es hoy más necesaria que nunca.

Cuando ahora le recuerdo y releo sus reflexiones no puedo dejar de pensar la suerte que hemos tenido los que le conocimos. Incluso con su fuerte carácter y con su peculiar forma de decir las cosas -con manos de hierro y guantes de seda-, era imposible no quererle: «Todo lo que te ocurre a ti, me ocurre a mí… Puedes mirar o no mirar, pero ese sufrimiento te duele a ti también, y cuando te das cuenta te sientes responsable y piensas: ¿qué puedo hacer?»