Dos miradas

Hígado de Lolita

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JOSEP MARIA FONALLERAS

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Hace un año, cuando se estrenó 'La plaza del diamante', escribí que se trataba de un emocionante espectáculo. Lolita, como dijo en su día Joan Ollé (con quien ha tenido peleas, estimaciones, gritos y abrazos por culpa de esta Colometa visceral), «no interpreta el personaje sino que lo pasa por las venas». Ahora, Lolita vuelve al Teatro Goya para despedirse de una mujer capital en la literatura catalana (¡y también universal!) con la misma intensidad que la primera vez. Lo dice ella misma en la entrevista que le hizo Marta Cervera: «No tengo escuela de teatro. Es mi manera de actuar. El teatro sale de mi alma, de mi hígado, de mi corazón». No había posibilidad de contención, en este montaje, y eso lo sabía bien Joan Ollé. Dominar aquella mujer que para llorar debía «llorar de verdad» era un reto casi imposible de superar. Pero lo hicieron (ambos), y salió esta Rodoreda tan extraña y tan cercana, tan potente y tan bajo control. Tan hepática. Tan vital.

Había espectadores que dudaban que Lolita -sin los mecanismos propios de los actores que miden y administran los gestos- pudiera aguantar la presión íntima de desnudarse cada noche en el escenario. Lo ha hecho. Y en 'La plaza del diamante' casi podemos ver cómo la pasión circula por las venas gitanas de quien, cada día, aprieta el pañuelo que lleva en el cuello para dominar el sangrado de los sentimientos desbocados. Vivir esta experiencia es acercarse a Colometa con el seguro rigor de la palabra y el fulgor arriesgado de la mirada.