MIRADOR

Hablar por no callar

JOAQUIM COLL

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Mal empezó la semana el ministro García Margallo diciendo que, en caso de independencia, Catalunya «vagaría por el espacio» y quedaría excluida de la Unión Europea por «los siglos de los siglos» (amén). Tanta hipérbole resta credibilidad a un argumento que nadie informado discute: un nuevo Estado tendría que solicitar la adhesión, con el posible veto de cualquiera de los actuales 28 miembros, y emprender una negociación que no sería cosa de dos días. Pero expresándose así se equivocó también en el fondo. Dar a entender que una secesión unilateral podría materializarse no es algo con lo que un ministro deba especular. Hablar por no callar es lo peor que el Gobierno español puede hacer. En realidad, para valorar las consecuencias negativas de la secesión no hace falta creer al pie de la letra las cifras que ayer conocimos del Ministerio. Basta con estudiar atentamente los datos que suministran los independentistas más solventes. En sus propios informes reconocen que de entrada habría una sustancial pérdida del PIB, entorno al 4% si nos centramos solo en la disminución de las relaciones comerciales con el resto de España por el efecto frontera. A ello habría que añadir los múltiples riesgos e incertidumbres, difíciles de cuantificar, derivados de la no pertenencia a la UE y de no formar parte de la Unión Monetaria, entre otros inconvenientes.

Una vez que se ha demostrado, gracias a los trabajos de Antonio Zabalza y de Josep Borrell con Joan Llorach, que los famosos 16.000 millones no existirían en la contabilidad de una hipotética Catalunya separada, es fácil darse cuenta de que sería un mal negocio. Pero como ya nos advirtió Keynes, muchas veces el peligro reside en «el poder de las ideas». Y la independencia se ha transformado en una amalgama de utopías frente a las que es difícil entablar un debate racional. Con todo, no creo que Margallo deba sufrir ante la posibilidad de que se produzca en esta legislatura una declaración unilateral. A lo máximo que aspira  Mas es a firmar el decreto de convocatoria de la consulta. Por eso la aprobación de la ley catalana se está atrasando inexplicablemente. El objetivo es meramente simbólico. Que el president, tras la celebración de la próxima Diada, pueda decir que él ha convocado la consulta y que si no se hace es porque no le dejan.

Un rayo de sentido común aportó la visita esta semana del federalista canadiense Stéphane Dion. En Barcelona y Tarragona aclaró que la secesión supone el fracaso de la democracia y por qué el federalismo, sin ser milagroso, es útil para amortiguar tensiones y sumar identidades. En Madrid, razonó que un país no puede llegar a ser culturalmente federal si no se reconoce como tal. Margallo quiso escucharlo en privado. El federalímetro sube enteros.