La gestión de la crisis en el seno de la UE

Europa necesita europeístas

Lo máximo que cabe esperar son nuevos apaños, como convertir parte de la deuda griega en bonos

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CARLOS ELORDI

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Tan grave como la crisis de la deuda griega-que, entre otras cosas y como titulaba ayer este periódico, ha puesto a España «al borde del precipicio»- es el fracaso de la Unión Europea (UE) para gestionarla. Catorce meses después de que saltara la alarma de que Grecia podía suspender pagos, tras decenas de cumbres comunitarias dedicadas al asunto y tras varios planes para hacerle frente, el problema sigue sin resolverse. Y, lo que es peor, con el transcurrir de ese tiempo, el euro, tal y como había sido concebido, ha dejado de existir y la Unión Monetaria ha dejado de funcionar.

En un esfuerzo vano por transmitir confianza, o tal vez porque esas cuestiones no les abruman personalmente, los dirigentes políticos europeos sonríen ante las cámaras y se dan amistosas palmaditas en la espalda cada vez que acuden a esas reuniones. Pero fuera de esos sanedrines de un poder que empieza a ser patético, los expertos más respetados y las firmas más creíbles de la prensa internacional avisan de los gravísimos riesgos que conlleva la situación actual. Algunos dicen que no solo es posible un colapso financiero como el que siguió a la caída del gigante bancario norteamericano Lehman Brothers en el 2008, sino que la UE misma podría quedar irreconocible tras el paso del vendaval.

Pero unos y otros coinciden en que los únicos que pueden evitar que escenarios tan inquietantes se conviertan en realidad son justamente los gobiernos europeos -de la Comisión Europea ya no habla casi nadie-. Pero para ello tendrían que lograr un pleno acuerdo sobre el diagnóstico y la terapia del problema y también tendrían que aceptar los costes que supondría hacerle frente. Y eso requeriría que esos dirigentes asumieran de verdad la condición de líderes continentales, como los hubo en otros tiempos, para los cuales el porvenir de Europa fuera la gran prioridad, incluso a costa de las demás. Y ese cambio de calidad no se atisba en ninguno de ellos.

En las actuales condiciones, lo máximo que se puede esperar son nuevos apaños, como esa conversión de parte de la deuda griega en bonos a 30 años que acaba de sacarse de la mangaNicolas Sarkozy,que puede convertirse en irrelevante para los mercados cuando se compruebe que, al final, alguien tendrá que pagar ese invento.

Ross Duhat ha escrito enThe New York Timesque esa clase política se parece cada vez más a la vieja aristocracia europea, que ejercía una especie de derecho divino a estar por encima de las inquietudes de la gente corriente. Puede que esa sea una de las causas de los actuales problemas. Pero la falta de una auténtica voluntad europeísta en prácticamente todos los dirigentes también se debe a la gran debilidad política interna que sufren casi todos ellos.

Empezando porAngela Merkel, cuya coalición de Gobierno con los liberales está deshecha y sobrevive solo porque ninguno de los socios quiere unas elecciones que seguramente convertirían a los verdes en árbitros de la situación. Siguiendo porSarkozyque, si no cambian mucho las cosas, no volverá a ser presidente. O por el Gobierno holandés, una coalición de liberales y cristiano-demócratas cuya suerte depende del antieuropeísta y xenófobo partido deGeert Wilders.O del belga, que sigue sin existir, porque el independentismo flamenco de derechas no se pone de acuerdo para formarlo con los socialistas valones, un partido en declive, mientras la hipótesis de la ruptura del país en dos partes separadas cobra cada día más fuerza. Y, para concluir con los socios fundadores de la Unión, Italia, en dondeSilvio Berlusconilucha desesperadamente por evitar que se acelere su muerte política.

A la lista se podrían añadir los graves problemas de convivencia con sus socios liberal-demócratas que tiene el británicoDavid Cameron,que ya ha dicho que hay que dejar que Grecia corra con su propia suerte. O cómo los planteamientos insolidarios con el resto del continente que tienen los ultranacionalistas finlandeses influyen en la política de su Gobierno. Y la inestabilidad, teñida de derechismo extremo como en el caso de Hungría, de algunos gabinetes de Europa del Este. Por no hablar de la debilidad de los gobiernos de España, Portugal, Grecia e Irlanda.

En esas condiciones parece ilusorio que esos dirigentes atribulados por su supervivencia política tengan una reacción europeísta que cambie la dinámica actual. Y menos cuando la idea de Europa o, mejor, de lo que hoy Europa supone para ellos es ampliamente rechazada tanto por los ciudadanos de los países que están capeando la crisis, como por los de los que peor lo están pasando.

Pero no se puede desechar la posibilidad de un milagro. Para pronto o para más tarde. Porque, más allá de la unión monetaria y de las reglas de Bruselas, Europa es una realidad muy profunda y consistente que no va a desaparecer así como así. Pero su futuro también depende de que se produzca un relevo real de su actual clase dirigente. Y está claro que eso llevará tiempo. Aunque puede que este se acorte si se producen las desgracias que algunos vaticinan.

Periodista.