mi hermosa lavandería
Esperando al tren Q
Isabel Coixet
Directora de cine
ISABEL COIXET
Cuando entra el convoy en la estación, empuja una ola de frío que se une al aire glacial de la estación. No es el tren que espero, así que me resigno a pasar más frío y a hundir más los puños en los bolsillos, mientras los pasajeros que salen de él se enfrentan a la intemperie subiéndose los cuellos de los abrigos. El ser humano (¿hombre?, ¿mujer?) acostado en el banco, cubierto por una manta marrón rígida de suciedad, no se inmuta. Huele a alcohol y a orines. Los que esperamos en el andén intentamos alejarnos lo más que podemos, pero el olor, más fuerte que el frío, nos persigue sin remedio. Una voz metálica desde los altavoces anuncia que el tren Q llega retrasado debido a las temperaturas, que hoy rozan los 8 grados bajo cero. Siempre que paso frío, recuerdo un libro que leí de adolescente, 'Archipiélago Gulag'. Lo hago, como hace la gente en los entierros, pensando que nada es tan frío como el Gulag, nada es tan malo como estar en el ataúd. Un detalle se me quedó grabado del libro de Solzhenitsyn: cuando los prisioneros tienen que tirar al suelo las patatas heladas para poder comérselas a trozos como cubitos de hielo de patatas y ni aun así se rompen.
Pero mi vida está asociada al frío. Mis películas pasan en lugares fríos. Me he venido a vivir a Nueva York en el mes más frío del año y mi última película pasa en el polo Norte. Debe de ser una cosa del karma o el destino o simplemente que no sé decir que no a las cosas que me asustan. Porque este frío asusta: cuesta respirar y todas las articulaciones duelen como si cada tendón del cuerpo se quejara con estrépito. Cierro los ojos e intento pensar en playas y baños calientes y saunas y mantas de pelo y chimeneas con leños crepitando. Sopas de cebolla, cafés con leche, infusiones de limón y miel y jengibre. Nada. Hace un frío de mil pares de narices y hay corrientes de aire, a cual más gélida, recorriendo la estación.
Una mujer con pelo blanco y gafas oscuras baja al andén con algo entre los brazos, un par de abrigos, uno rojo, el otro azul. La veo dirigirse al banco donde yace el o la vagabunda. Se acerca y le habla. No sé qué le dice, pero le coloca con cuidado un abrigo encima del otro, saca un termo de su bolso, se lo da y se va por donde ha venido.
La vagabunda (sí, es una mujer) se incorpora, mira con suspicacia el termo y luego bebe con ansia. Puede tener entre 30 y 100 años. El pelo enmarañado y sucio, las manos con guantes agujereados. Sin dientes. Cuando acaba de beber, sigue con el termo entre las manos, la mirada fija en el vacío.
Ahora se levanta y examina los abrigos que le ha dejado la mujer de las gafas oscuras. Se pone uno y se abriga con el otro, una especie de enorme plumón azul que parece nuevo.
Llega el tren Q. A través de las ventanillas, veo a la mujer volverse a acostar en el banco de la estación. Una mancha azul que se aleja mientras el tren entra en la oscuridad.
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